Quienes desde la época escolar hemos leído algo sobre la antigua Grecia, observamos que las instituciones de la república tenían sus crisis y altibajos, brindando a través de la experiencia ajena enseñanzas siempre oportunas.
Las crisis no siempre implican las falencias de las instituciones, sino de determinados hombres que las degeneran. Por lo tanto la sustitución de los mismos por razones de hechos o tiempos permite efectuar las correcciones, sin desmerecer los fundamentos organizativos de una sociedad.
Ciertos conceptos fundamentales, que todos tenemos incorporados como necesarios para la convivencia humana, son válidos siempre, aunque a veces sean vulnerados y pierdan vigencia operativa. Por ejemplo la seguridad puede perderse por un constante desorden delictivo, sin embargo siempre va a ser un objetivo deseado y buscado por todos los individuos. Lo mismo es aplicable al espíritu de justicia, que es una aspiración que todos portamos aunque no siempre seamos ejecutores hábiles y fieles.
En ese avance zigzagueante de las sociedades existen momentos de euforia, capaces de alcanzar una fanfarrona pedantería, y otros de depresión crítica que pueden llegar hasta histerias colectivas. De por sí estos extremos perjudican el real crecimiento de una nación, pues la muestran en un paralizante desconcierto o en un convulsivo movimiento. El creer que Dios es de los nuestros es una apropiación carente de sentido y de realismo; es tergiversar doctrinas para fundamentar triunfalismos meramente circunstanciales.
Desde los albores del derecho romano la cosa de nadie (res nullius) podía ser poseída por quien la aprehendiera, adquiriendo sobre ella un mejor derecho que los demás. En cambio la cosa perdida no generaba un derecho en quien la encontrara. Y había un tercer principio que debía ser considerado adecuadamente que era: la cosa pública (res publica); esa, como pertenecía por igual a todos, debía ser debidamente administrada para beneficio de los ciudadanos y no para usufructo de sus representantes o mandatarios.
La forma jactanciosa de exhibición de rápidas fortunas por quienes disponen de dineros ajenos, sean estos públicos o privados, ofenden la inteligencia y afectan la moral de los demás. La opulencia insolente de algunos pocos no siempre representa la igualdad de oportunidades en una libre competencia; a veces implica todo lo contrario, es decir, una canallesca ventajeada que quiebra el sentido de igualdad.
Las estadísticas pueden ser fidedignas en sus datos pero capciosas en sus interpretaciones parciales, transformándose las cifras en meros discursos numéricos, como si fueran valores del azar.
Las sociedades desorientadas por mala definición de objetivos y perversa conducción pueden avanzar sin destino, en una especie de fuga hacia el futuro, en la cual la pérdida de principios resta futuro. Crecer armoniosamente no es fácil, pero presentar lo anormal como normal, aunque sea habitual, no es justo.
Avanzar colectivamente significa recorrer una ruta definida hacia un objetivo apetecible por todos. En ese transcurso podrá haber dificultades no deseadas, pero que deben ser inteligentemente previstas y criteriosamente aceptadas en su devenir. Los auténticos conductores no deben sorprenderse nunca de una fuerte tormenta, pues tienen capacidad para capearla.
Los crecimientos fofos jamás son consistentes y sanos, ni en los seres humanos, ni en las naciones que los contienen. La vitalidad de un pueblo no está en correr los cien metros llanos, sino en recorrer una mezcla de maratón y posta en la cual el testimonio de esta se pasa adecuadamente y con responsabilidad de generación en generación.

Carlos Besanson
Conceptos ya publicados en el Diario del Viajero n° 536
del  6 de agosto de 1997