Desde que tengo uso de razón, es decir, como dirían socarronamente mis hijos desde tiempos inmemoriales, observo la existencia de hábitos gritones en la sociedad. Parecería, que algunos consideran equivocadamente que una voz estentórea da fuerza a los argumentos. El gritar se convierte de esta manera en una pseudo forma de imponer ideas a través de una acústica que ensordece.
Apabullar a los otros es una técnica frecuente destinada a dirimir controversias sin necesidad de recurrir a la justicia de los pensamientos. Pero el que grita no quiere escuchar las razones del otro, sobre todo si los testigos que asisten a la polémica pueden ser influenciados por ella. A veces interesa más ensordecer al medio ambiente para que nadie entienda, que ayudar a encontrar consenso para que todos comprendamos.
Suprimir el derecho de expresión de otro ciudadano provoca el rechazo y la repulsa general. Silenciar violentamente al contradictor afecta los principios esenciales que protegen a las personas y a la sociedad misma. Por eso muchos de esos violentos no optan por hacer callar al opositor, sino por impedir que sean escuchados; de esa manera pretenden disfrazar su incapacidad de diálogo con una falsa versión de su derecho a manifestarse.
Ganar la calle ha sido siempre una consigna movilizadora de esos peones de la política que son los jóvenes con vocación de servicio. El afán juvenil de corporizar las ideas y los ideales, ha sido degenerado por directivas de los señores de la política, en actitudes provocativas tendientes a ocupar la calle, convirtiendo la tierra de todos en una temporaria zona exclusiva. De esta manera se ocupan circunstancialmente territorios representativos, como exteriorización de un poder dominante.
La doctrina de la cachiporra se evidencia en las periódicas reapariciones de matones y mercenarios que atropellan los derechos de los ciudadanos. La lucha sin derecho para vencer sin convencer está dada por grupos minoritarios que buscan una cuota parte de poder a través de la fuerza.
Los gritos también constituyen una forma de violencia. Acallar las palabras ajenas hasta convertirlas en meros susurros es una herramienta de quienes no viven el diálogo en democracia. La diatriba furiosa deja roncos a sus ejecutores, y sus dichos en el tiempo semejan a ronquidos. Manifestar no es necesariamente hacer ruido sino hacer profesión de ideas y de opiniones. La repetición frecuente y tolerada de la violencia verbal y física significa una degradación de la cultura de un pueblo y, por lo tanto, una caída en el índice de su educación para vivir un presente aceptable y un futuro esperanzado.
La Constitución de un país sólo tiene vigencia cuando sus preceptos son respetados por todos los ciudadanos, y estos obligan a sus mandatarios a cumplirla en su espíritu y texto. Sus normas no sólo contienen reglas de funcionamiento de los tres poderes del Estado, sino que llevan implícitas un trasfondo moral y ético que jamás debe ser soslayado por quienes reconocen su primacía. La trastienda política debe ser discreta pero jamás debe ocultar vergonzantes y vergonzosas gestiones de poder. Aprendamos a hacer respetar nuestro mandato y a no excusar a quienes lo traicionan. Nuestros hijos también esperan eso de nosotros.
Carlos Besanson
Conceptos ya publicados en el Diario del Viajero n° 330 del 25 de agosto de 1993 |