Al aglutinarse el hombre en sociedad como elemento y factor de protección y crecimiento, buscando en ella mejorar su forma de vida y obtener recíproco apoyo, aparecieron una serie de requerimientos que generaron derechos y obligaciones.
Quienes hemos estudiado ciencias jurídicas sabemos que cada derecho genera necesariamente una obligación como contraprestación. Este concepto, indiscutible desde la antigüedad, implica en su aplicación, constantes entredichos y conflictos. La determinación de la proporción correcta entre las partes, sobre los modos y momentos en que un derecho genera la obligación correspondiente, lleva a tener un sentido de equilibrio y ecuanimidad, que es fundamental en la convivencia de las personas.
En casi todos los países del mundo, teóricamente, el estudio de la abogacía permite la formación de profesionales competentes para participar en el análisis de los casos, que constantemente se producen dentro de la vida social. La importancia de esta actividad es tal, que de sus egresados, necesariamente se seleccionan aquellos que van a integrar el poder judicial.
Pero los letrados que no siguen la llamada carrera judicial, actúan representando o patrocinando en los Tribunales a clientes, y son considerados normalmente como auxiliares de la justicia; es decir que cumplen una función importante en el logro de esa justicia, que todos sin excepción ansiamos.
En otras palabras, la preparación profesional para esa búsqueda de la justicia es esencial para que la sociedad contemporánea se sienta segura. Si el abogado cree que, por encima de la equidad, su única labor es ganar pleitos por sobre todas las cosas, elude el compromiso social que le es inherente a la función de auxiliar de la justicia. Esa malformación, si es generalizada, puede trascender a aquellos que llegan a asumir el rol de administradores de la justicia.
Si bien los principios básicos del derecho parten de la premisa indiscutible de que la ley se da por conocida, por todos y cada uno de los habitantes de un país, las constantes creaciones y modificaciones de las mismas hacen que todos puedan quedar descolocados dentro del volumen enorme de artículos, de distinto contenido, que anualmente aparecen y desaparecen a través de leyes, decretos y resoluciones. Sólo un acendrado sentido ético y de justicia por parte de los ciudadanos, puede preservarlos de manejos interpretativos que generan potencialmente una dictadura legal basada en la arbitrariedad de las normas y de su aplicación, torpe o arteramente confusa. Para entender mejor este concepto basta recordar que la división de competencia de los jueces no está dada exclusivamente por la absorción de causas y expedientes por la especialización, sino también porque los jueces no pueden dominar plenamente el mare magnum de cuestiones que se entremezclan. No le pregunte a un juez laboralista normas precisas del derecho comercial o de familia, porque les son ajenas a su incumbencia, y viceversa en los otros casos. Si los jueces no conocen toda la panacea de normas, menos la puede saber el ciudadano común. Sólo el criterio y el sentido de equidad puede orientar a cada uno dentro de una sociedad coherente y justa.
Son los abogados los que tienen mejor acceso a la realidad de los pleitos, antes de que se esgriman los argumentos que retoquen los hechos. Si la sociedad no se acostumbra a exigirle a ellos un buen nivel de comportamiento ético, se alejan las posibilidades de una justicia rápida y eficaz.
Estas reflexiones están motivadas en parte por la escasa participación de los abogados matriculados, en las elecciones para integrar el Consejo de la Magistratura, órgano esencial para poder mejorar los niveles de los componentes del Poder Judicial. La no participación de las cuatro quintas partes de los inscriptos señalan una generalizada falta de vocación hacia la razón de ser de esa profesión libremente elegida. Si pensamos que por cada 500 habitantes hay un abogado inscripto para actuar en distintos fueros, observamos la peligrosa indiferencia de la mayoría hacia lo que constituye el entorno y ámbito propio de su actividad específica.
En este caso la abstención indiferente es una mala praxis.
Carlos Besanson
Conceptos ya publicados en el Diario del Viajero n° 584,
del 8 de julio de 1998 |