La capacidad de diálogo es un factor esencial en la comunicación social. Ese intercambio de ideas y experiencias, que implica la aceptación de la existencia del otro, facilita la convivencia humana.
Sin embargo el diálogo no significa la aprobación plena de teorías o conductas ajenas, sino el saber escuchar, o leer, las propuestas coincidentes o diferentes, de quienes conviven con nosotros en este mundo.
Hablar el idioma de los demás, es capacitarse en la captación de mensajes ajenos, sin que implique en todos los casos identificación personal con los mismos. Ponernos en la mentalidad de aquellos con quienes podemos discrepar, en parte o en todo, es una tarea ética, no fácil de ejecutar cotidianamente, que requiere honesto adiestramiento.
Pero dialogar con todos no debe ser interpretado, por uno o por los demás, como una forma de mimetización ideológica. La convivencia no se logra con la propia renuncia a ser, sino con el respeto hacia quienes no han logrado el nivel ético e intelectual que nosotros consideramos válidos para nuestro entorno.
Las normas, que una sociedad desarrollada requiere a sus componentes, deben tener un nivel de exigencia elevado, pero viable para todos, sino sería injusto para aquellos a quienes se les niega, de hecho, el acceso a la igualdad de oportunidades.
Quienes pretenden asumir liderazgos en la conducción de grupos humanos, ya sea por vocación o por necesidad de las circunstancias, son emergentes, que adquieren en sus roles, una serie de compromisos y responsabilidades. Esos liderazgos tienen que ser aceptados voluntariamente por aquellos que aceptan esa conducción circunscripta en tiempos y objetivos.
La experiencia histórica señala, que las conducciones que no se renuevan permanentemente, y que no son bien definidas en sus objetivos, se convierten tarde o temprano en dictaduras de personas o grupos.
Para lograr el consenso ajeno muchas veces se engaña con falsas promesas. En ese caso se comete un fraude, en el cual la voluntad de los demás es engañada mediante la falsificación de los valores en juego. En otras palabras es pagar con dinero falso el trabajo y las expectativas de los demás.
En un mundo que se pretende globalizar hacen falta hombres de referencia que señalen con precisión la real orientación de cada paso, de cada opinión y mensaje. La coherencia de esos hombres debe ser tal, que sus dichos no estén afectados por sus hechos, aún los privados.
La mimetización ideológica para lograr el consenso ambiental no es ni honesta ni tolerable. La tan mentada mentira caritativa de algunos, es un mero disfraz del engaño o la cobardía de sus autores. La necesidad de hombres garantía no puede ser aprovechada por falsos salvadores, que actúan sugestionando, a su público o a su pueblo.
Los prestidigitadores o los magos pueden ser bien apreciados en escenarios teatrales, pero convertir las convocatorias cívicas en shows circenses, es hacer perder el tiempo presente y futuro de la sociedad de nuestros hijos y nietos. Es un peligroso error sustituir falsos profetas por otros que terminan engañando nuevamente.
La mala praxis política debe ser incriminada penalmente como agravante del fraude cometido. Por algo sostenemos que la prescripción de los delitos cometidos por funcionarios, de cualquiera de los tres poderes, recién comienza cuando los imputados dejan de estar en la función pública; es decir, cuando ningún factor o resorte de poder moleste una investigación destinada a esclarecer hechos que afecten a una correcta administración.
El ciudadano no puede ser un mero espectador pasivo de ilusionistas políticos. Debe darle definitivamente la espalda a los tramposos, y dejar vacías las tribunas del circo, para evitar quedarse sin el pan para su familia.
Carlos Besanson
Publicado en Diario del Viajero n° 700, del 27 de setiembre de 2000 |