Desde siempre el ser humano trató de diferenciarse de sus congéneres mediante símbolos con los cuales distinguirse. La vestimenta fue uno de los métodos empleados para marcar jerarquías, representatividades, ubicación social o religión.
Por ello se fueron generando una serie de símbolos a través de los trajes, que adquirieron así el carácter de uniformes, togas, trajes de etiqueta, que marcaban la actividad o función de aquél que lo llevaba.
Cuando alguien ascendía a una jerarquía determinada se le imponía sus atributos que marcaban la diferencia. Cuando era degradado por una sanción grave se le arrancaban esos símbolos del poder para después aplicarle una pena mayor.
Es decir, la vestidura era el fiel reflejo de su status y por ende se lo investía al titular con ese atributo. Pero el hábito no hace al monje y es así que no siempre los que llevaban una capa eran caballeros, ni los que portaban una toga amaban la justicia.
Con la evolución de las sociedades, y el desarrollo de una mayor exigencia republicana por parte de aquellos que ejercitan la soberanía del ciudadano, quien obtiene la investidura no puede pretender ampararse en ella para obtener privilegios que perturben los derechos de sus mandantes. Todo lo contrario, quien es elegido asume una responsabilidad mayor, porque tiene que ser uno de los más capaces para desempeñar a conciencia la función para la cual se ofrece y es seleccionado.
El desarrollo y afirmación en el derecho moderno de la concepción de que el desacato, es decir la ofensa a la investidura, no tiene vigencia democrática está validado por la consolidación del derecho del ciudadano para emitir su opinión, con la sola limitación de lo que constituye injuria o calumnia, delitos contra el honor, bien jurídico protegido válido para todos los habitantes sin excepción. Porque hemos de reiterar que el honor es una virtud que todos debemos preservar con nuestros actos, y que no hay funciones o actividades que den por sí solas más honor a quienes las ejercen, sino que requieren más honor para cumplirlas.
Los poderes de la República son, en síntesis, los poderes del ciudadano. Los mandantes pueden transmitir a veces el orgullo que sienten por quienes los representan. Otras, pueden sentir la desorientación frente a las actitudes de aquellos que investidos de un mandato no simbolizan adecuadamente el sentido de justicia, legalidad, honestidad.
Todo lo que es fraude, aun escondido en una falsa apariencia de legalidad, perturba a la República, que corre riesgos innecesarios. Todo lo que es una sentencia injusta de jueces arbitrarios, perturba al ciudadano, que busca el voto castigo. Frente a la insolvencia del pueblo, todo lo que es ostentación cortesana irrita a los hombres, que terminan viendo a los investidos totalmente desvestidos por su impudicia. Esos funcionarios han convertido las honrosas vestiduras en primitivos taparrabos
Carlos Besanson
Publicado en Diario del Viajero Nº 257 del 1º de abril de 1992 |