Las privatizaciones de empresas estatales proveedoras de servicios públicos han tenido como argumento fundamental la búsqueda de una eficiencia destinada a beneficiar al consumidor.
El desmantelamiento de una burocracia enquistada en todos los niveles de cada una de esas empresas, por más que sea necesario desde el punto de vista de la lógica y la justicia, no puede ser el único objetivo. La perversión que significa la creación y mantenimiento de puestos innecesarios termina corrompiendo a los sectores involucrados y generando feudos con falsas banderas protectoras. En pocas ocasiones han actuado priorizando el servicio a la comunidad, sino que han puesto la comunidad a su servicio para lograr presupuestos mal paridos, acciones peor ejecutadas y actitudes poco educadas frente a los ciudadanos.
Pero no basta la intención de sustituir malos esquemas por otros mejores. Cuando la gestación de los nuevos encuadres es tan tortuosa que solamente está reservada para los iniciados comienzan las encubiertas negociaciones sobre las cláusulas de las licitaciones que convienen incluir o excluir según los casos. Más aún, adjudicada la explotación de ciertas obras y servicios aparecen los protocolos adicionales que terminan cambiando no sólo ciertos artículos originales, sino los coeficientes de rentabilidad empresaria mediante elásticas tarifas.
A raíz de estas formas de contrataciones los ciudadanos pierden protagonismo, de tal manera que de clientes usuarios se convierten en siervos de la gleba de esos modernos señores feudales que son las empresas monopólicas que han logrado privilegiadas adjudicaciones.
Lo contradictorio de ciertos esquemas aplicados está en que mientras se habla de libertad comercial, incondicional juego de ofertas y demandas, aliento a la creación empresarial, los hechos provocados por la forma de adjudicar restan plena vigencia a esas argumentaciones.
Siempre hemos sostenido que en donde hay corrupción no hay libertad, porque quienes operan suciamente restan opciones al ciudadano, violan la justicia y la equidad a la cual todos aspiramos, y terminan degenerando toda vida democrática, por incipiente que ella sea.
El fundamento original que explicaba la concentración en un solo operador de grandes extensiones de servicios públicos en base a bajar costos, adquirió un valor relativo en tanto la tecnología moderna permite en ciertos casos el fraccionamiento de opciones, originalmente únicas. De esta manera se pueden quitar prerrogativas imperiales a quienes hablan de la eficiencia a través de la competencia, pero en otro tipo de actividad diferente a la propia.
La falta de transparencia contractual en muchos casos está perjudicando a los componentes sociales. No se puede hablar del poder del ciudadano, que importa mucho en épocas de elecciones, si en lo cotidiano es un cliente transformado en mero contribuyente obligado de empresas privilegiadas. El respeto a los fueros ciudadanos marca la diferencia entre una democracia real y otra virtual.
Para competir en forma transparente se debe ser realmente competente. Las diferencias de matices marcan resultados.
La situación empezaría a cambiar, si se pensara en el concepto de pequeños consorcios que resuelven cada uno por asambleas con quién van a conectarse alternativamente en el suministro de teléfonos y cables televisivos y de multimedios.
Al no dar opciones se genera una moderna servidumbre de paso forzada que quita libertad de oferta y por lo tanto libertad en la toma de decisiones. De esta manera ¿quién es el servidor? ¿quién el siervo? y ¿quién el real beneficiario del servicio?
Carlos Besanson
Conceptos ya publicados en el Diario del Viajero n° 567,
del 11 de marzo de 1998 |