En 1939, cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, tenía 10 años. Todos los días, distintas ediciones de los diarios, alimentaban las ansiedades y expectativas de un público conmovido e impactado por los episodios que se sucedían. Para un niño de esa edad, cada relato sangriento que la crónica aportaba, constituía la contradicción a todas las normas éticas que la familia y la escuela nos mostraban cotidianamente.
La muerte ajena era una advertencia de lo que podía llegar a ser la propia… La miseria y el sufrimiento reflejados en los partes de guerra era la falsa imagen del heroísmo de los amigos y la perversión de los contrarios
El hombre mostraba una vez más sus falencias de conducta, y alimentaba nuevas páginas de esa historia, que debían ser leídas por las generaciones siguientes. Los medios de comunicación de ese entonces, adoptaban posiciones según sus compromisos políticos o de intereses. La mezcla de dichos y hechos, con pronósticos y deseos era parte de una recíproca acción sicológica, destinada a alentar a parciales y desalentar adversarios.
Seis años duró esa guerra, en los cuales pasé rápidamente de una niñez, que dejó de ser tranquila, a una adolescencia a la cual se la preparaba para una movilización prematura… por si acaso. Durante ese largo período, uno como joven, se sentía desconcertado porque la consigna de todos, callada o expuesta, era aniquilar al enemigo, que era un grado diferente al de vencerlo.
Posteriormente las generaciones sucesivas fueron testigos y partícipes de nuevas guerras, parciales o localizadas, en donde el espíritu de destrucción de lo que no se podía dominar sustituía a la conquista por asimilación de objetivos e intereses comunes. Nuevas armas y tecnologías fueron puestas a disposición de quienes eran entrenados para matar. Muchos consideraron que la mejor defensa es el ataque, y que el mejor ataque era el golpe sorpresa. La civilización contemporánea siguió así viviendo entre destrucciones masivas, y reconstrucciones negociadas.
Puede haber para muchos, guerras justas, pero los episodios que integran esas guerras casi siempre están totalmente alejados de la equidad. Durante las guerras, la justicia parecería que depende no ya de los aciertos de las sentencias, sino de la puntería de las armas. La primera baja es la solidaridad hacia terceros, que queda aletargada o muerta en el tiempo.
La violencia propia es llevada a niveles de heroísmo, y de perversión la ajena. El mandato para matar al otro es lícito si se gana la guerra, y riesgoso si se pierde.
Hasta quienes quieren ser neutrales, pueden ser tildados de especuladores u oportunistas. Nada ni nadie puede sentirse ajeno al error, y horror sangriento, de quienes actúan invocando la representación de importantes sectores de la política mundial.
En cierto momento de mis estudios universitarios leí que un filósofo Thomas Hobbes (1588-1679) escribió homo homini lupus, el hombre lobo del hombre. Si bien no comparto su encuadre o teoría filosófica, no es fácil argumentar, en momentos como los actuales, que su posición sea demasiado pesimista.
¿Qué explicación daremos a nuestros hijos y nietos que observan este nuevo conflicto generalizado? ¿Qué es parte del proceso de globalización? o que ¿mientras los científicos investigan sobre nuestro ADN es mejor esperar mirando CNN? Nuestros vástagos no deben desorientarse frente a esta nueva emergencia mundial; necesitarán de muchos buenos ejemplos que los protejan sicológicamente de tantos arsenales desparramados por doquier.
Sólo una convivencia solidaria entre los ciudadanos de una nación, y entre los habitantes de esta tierra, puede demostrar que si bien no todos se comportan como buenos hombres, las jaurías de lobos no son tan numerosas, aunque sus dientes sean muy filosos.
Carlos Besanson
Publicado en el Diario del Viajero n° 754, del 10 de octubre de 2001 |