Recorría una vez un museo donde se exponían sistemáticamente, en sus diferentes salas, los símbolos de la cultura de la guerra. Epocas y civilizaciones diversas estaban ahí representadas como un exponente de las luchas del hombre para vencer al hombre, es decir no era el ingenio para la supervivencia frente a la naturaleza, sino la negación del derecho a la vida por parte de quienes no pertenecían al clan, la tribu, la secta o el estado rector.
En esa recorrida me encontré sorpresivamente con dos cabezas humanas reducidas, fuera del tamaño normal, que debidamente expuestas señalaban que eran auténticas expresiones de los indios jíbaros, habitan la selva ecuatorial de América. Ellos tenían como hábito usar como trofeos de guerra las cabezas de sus enemigos, las cuales a través de largos procesos secretos iban achicando metódicamente para hacerlas más portátiles y manuables.
El grotesco espectáculo de esas dos cabezas, interesante desde el punto de vista antropológico, pero decepcionante sobre los altibajos de nuestra civilización, nos lleva a meditar en ese hombre que a veces se convierte en lobo del hombre.
Pero la voracidad salvaje no se da exclusivamente en la guerra, que según Clausewitz es la política seguida por otros medios. También en la no guerra, los mecanismos y operatorias empleadas afectan muchas veces la ética y la moral que, cuando están vigentes, nos diferencian de otras especies terrenas.
¿Reducir la cabeza de un guerrero muerto es más simple que la de un ciudadano vivo? En hipótesis ambas opciones requieren tiempo, técnica y paciencia, pero se diferencian en que en un caso se trabaja con un cadáver de algo que ya no es, y en el otro con una frustración de algo que no se quiere que sea.
El jibarismo cultural tiende a achicar las mentes aunque los cráneos mantengan sus dimensiones habituales. La anormalidad no se evidencia a primera vista, sino en el pensar, sentir, actuar. Sólo la buena educación defiende al individuo de esa agonía de por vida en la que cae cuando pierde la auténtica razón de ser y de existir. Por lo tanto todo lo que baje el nivel educativo y cultural, implica una disminución en las defensas del individuo, y por lo tanto de la sociedad. Muchas civilizaciones se degradaron lentamente y perdieron su primacía sin necesidad de hecatombes guerreras. Muchos países al fracasar los fundamentos de su cultura tuvieron que sentir el choque del caos y la confusión, sin que ello fuera generado por ningún ejército extranjero. El reciente ejemplo de la Unión Soviética avala en forma terminante esta tesis.
Los desarrollos tecnológicos contemporáneos no han sido debidamente acompañados por una mayor responsabilidad en las atribuciones y facultades sociales. Más aún las fluctuaciones en las actitudes individuales y colectivas han llevado a los integrantes de la humanidad hacia iluminados actos de generosidad, o a sádicas hecatombes. Sólo una generalizada educación responsable puede preservar niveles de respeto y justicia que hagan viable la convivencia pacífica entre vecinos y foráneos.
Repetidamente hemos señalado la enorme responsabilidad de los medios de comunicación para crear el clima adecuado al entendimiento humano. Pero para ello es necesario preservar no solamente la diversidad y pluralidad de opiniones, sino también de medios. Porque la opción debe ser esencialmente del lector, escucha o televidente, quien puede negarse a aceptar un canal o vía de transmisión de informaciones u opiniones. Pero para que esa negación o rechazo sea constitucionalmente válida debe tener muchas otras vías aceptables.
Lamentablemente muchos medios de comunicación que hablan de la libertad de prensa como derecho esencial, tratan de menoscabar de hecho la libertad de sus posibles competidores, trabando la circulación o inserción de ellos con métodos no éticos, reñidos con la libertad de oferta y demanda, que no es exclusiva del comercio, sino también de las ideas. Son los jíbaros de la cultura.
Carlos Besanson
Publicado en el Diario del Viajero n° 317 del 26 de mayo de 1993 |