Por 1984 fui invitado por una universidad privada a dictar un curso sobre Geopolítica y Estrategia. Los profesores que habitualmente dictaban dicha materia eran militares en retiro, pero la cercanía del episodio Malvinas y el cambio político institucional que había comenzado en diciembre de 1983, convirtió el desarrollo de la cátedra en un presente griego.
Mis estudios de Derecho Internacional y mi experiencia sobre temas de política económica, sumado al haber actuado en cierto momento como corresponsal de guerra me dieron una base que permitió aceptar el reto en esas circunstancias.
El encuadre de la materia fue sumamente original. En vez de quedarme en las viejas teorías sobre el corazón de Europa, o los centros de poder, o las clásicas hipótesis de conflictos, preferí plantear un enfoque sencillo de fácil aplicación. Si la guerra consistía en nuestra destrucción por parte de un enemigo hipotético, era mucho más fácil estar preparado para neutralizar defensivamente diferentes hipótesis, que armarse indefinida e ilimitadamente para atender una amplia gama de supuestos. El costo económico y social del primer caso era totalmente irrelevante, el costo de la segunda situación debilitaría la economía de la Nación, como así realmente ocurrió.
Cuando el país da real importancia a la Defensa Pasiva, el adiestramiento de la población, y el equipamiento de los miembros activos, constituyen valores de vigencia plena, pues constantemente se producen hechos no queridos, que resultan verdaderos desastres cuando sus consecuencias no son debidamente atendidas. Inundaciones o sequías, terremotos o incendios, derrumbes o descarrilamientos, aviones que se caen o barcos que se hunden, son algo más que hipótesis de trabajo, son esporádicos golpes de la realidad.
Más aún frente al desafío cotidiano de viejas enfermedades crónicas que debilitan a nuestra población, y ante un estado sanitario general que no nos satisface ni nos hace sentir orgullosos, ¿cómo ubicamos la hipótesis de una moderna guerra química?
Esa diferente concepción de la defensa permite una mejor salvaguarda de la Nación, sin desperdicios de esfuerzos o de tensiones. Los espíritus heroicos de muchos ciudadanos pueden templarse mejor accediendo rápidamente al lugar de una catástrofe, en vez de esperar la provocación de un conflicto.
En el viejo teatro griego los personajes se ponían máscaras simbólicas que representaban el papel que debía desarrollar el actor, según fuera comedia o drama. En el nuevo teatro de conflictos parecería que hay una sola máscara que simboliza la lucha por la vida y con la muerte: la máscara antigás. Esa especie de máscara del terror es un testimonio de la contradicción del ser humano que busca su suicidio a través de sus propias invenciones, y su salvación mediante sus rebusques.
La violenta actividad de un volcán en la cordillera chilena ha generado una crisis ecológica difícil de evaluar aún. La búsqueda ansiosa de dos mil máscaras de origen israelí, empleadas en el lamentable conflicto del Cercano Oriente, evidencian una mala preparación para las emergencias. No estábamos frente a una guerra tóxica, sino ante un polvo que podía haber sido filtrado por cierto tipo de máscaras industriales, comunes en la actividad civil. Ignoro, como el resto de la ciudadanía, si se recurrió primero a los stocks existentes en las fuerzas militares, en las de seguridad, y en la de los cuerpos de bomberos. Ignoro también si existen roles de emergencia conocidos por todos, frente a desastres como el que se está viviendo. La recuperación es rápida sólo cuando los reflejos funcionan bien.
Carlos Besanson
Publicado el miércoles 21 de agosto de 1991 - DV nº 225 |