Hace más de 20 años nuestra nota editorial respondía al tema de ese momento, como el actual, previo a un campeonato mundial de fútbol. En la edición n° 332, hablábamos del significado de las banderas emocionales que se enarbolan en una justa deportiva. Ahora con pequeños cambios les ofrecemos reflexionar sobre esto y observar que el tiempo deja intactas muchas cosas e inmutables a demasiadas actitudes humanas.
Elizabeth Tuma
Los estadíos previos al Campeonato Mundial de Fútbol tiene atentos a muchos aficionados. Los entiendo porque no son los únicos que están viviendo el suspenso de cada encuentro. Una importante cantidad de público sigue paso a paso, los avatares de los encuentros. Las conversaciones cotidianas comienzan generalmente con algún comentario o referencia al tema. Las especulaciones sobre la composición de los equipos, las tácticas a emplear o el grado de preparación de cada jugador absorbe muchas horas de mucha gente.
Cada integrante de un equipo será potencialmente, de acuerdo con los resultados, un héroe o no. Parecería que las banderas que se enarbolan en cada partido de fútbol son la representación de una nación o de un país. Esa falsa y errónea postura otorga una investidura a los jugadores que no corresponde a la realidad del juego
En rigor de verdad, el prestigio que logra un país al obtener un título o campeonato en cualquier actividad deportiva hace exclusivamente al éxito circunstancial de los deportistas. El standard de vida de un pueblo no se incrementa con ese triunfo, sí el de quiénes actuaron directamente en él. Tampoco crece necesariamente el nivel de educación, o la seguridad jurídica, si el equipo de un país sale campeón.
Confundir un espectáculo deportivo con una vida sana y armoniosa, es lo mismo que creer que la paz que existe en los zoológicos es la misma que se da en la selva. Mis amigos me cuentan de la gran terapia que es para muchos el poder gritar en las tribunas en forma desaforada. Es posible que sea así, un gran escape. Supongo que también debe ser un gran escape orinar a los ocupantes de las tribunas inferiores, o agredir de palabra o hecho, a la hinchada contraria. Me cuesta aceptar como elemento integrante de ese espectáculo la prepotencia de unos, y la delincuencia organizada de otros, que termina en robos, saqueos, lesiones y a veces muerte.
Hasta qué punto convertimos los modernos estadios en parodias de los viejos circos romanos. Pan y circo es la fórmula de la Edad Antigua, que aún tiene vigencia frente a los subalimentados y desesperanzados
Entretener sin llenar, distraer sin orientar, prometer sin dar. Esas son las fórmulas que muchos emplean, algunos maliciosamente, y otros como partícipes de un juego tramposo para todos. Durante muchas generaciones, gobiernos denominados totalitarios hicieron particular hincapié en el desarrollo de campeones, que representaban el crecimiento de la imagen de un pueblo. El éxito en las pistas y canchas cubrían aparentemente de gloria a sus nacionales Sin embargo esas copas y medallas logradas no bastaron en el tiempo. Los modernos gladiadores no sirvieron para alimentar la paz y prosperidad de sus compatriotas y muchos de esos gobernantes llegaron a la categoría indiscutible de caudillos, pero no de estadistas.
Las estadísticas deportivas son importantes para definir tendencias, pero no pueden neutralizar o compensar otro tipo de cálculos matemáticos que miden otros factores que hacen a la cultura y felicidad de un pueblo. Las derrotas deportivas pueden darnos la oportunidad de diferenciar entre el acto de humildad que da el fracaso, de la desesperación de los fracasados.
Seamos humildes y no desesperados, porque los resultados de los encuentros deportivos de fin de semana, o de torneos internacionales, no pueden sustituir nuestros reales aciertos y desaciertos de las otras jornadas de estudio y trabajo.
Todo lo demás es fantasía...
Carlos Besanson |