Desde chico oí hablar sobre la existencia de un legendario señor griego que ejerció la medicina, estudiando con una gran vocación sobre los casos que sus contemporáneos le planteaban. En ese entonces no existían ni universidades que enseñaran las ciencias médicas, ni aparatología que facilitara los diagnósticos, ni siquiera libros que recopilaran estudios y trabajos sobre temas científicos. Sólo había seres humanos enfermos con deseos de cura, y familiares que ansiaban retener al ser querido.
Hipócrates, tal era el nombre de esa personalidad que la historia rescata, se convirtió con el tiempo en un símbolo de la medicina y de los médicos, que aprendieron a invocar su nombre en un juramento iniciático, con el compromiso de asumir una serie de responsabilidades como contrapartida de una manifestada vocación.
Se dice en pediatría, que cuando un niño se enferma el profesional tiene a otro cliente más que atender: la madre. Pero este concepto es válido también para todos los casos y todas las edades en que una persona se resiente por una enfermedad: casi toda la familia sufre el problema. Porque creer que el núcleo familiar no participa de las molestias e incertidumbres del enfermo es ignorar ciegamente cómo se concatenan los lazos afectivos, y de intereses comunes, entre la gente.
Sin embargo, la realidad nos muestra la falta de vigencia del juramento hipocrático en un alto porcentaje de profesionales vinculados al área de la salud. El paciente no sólo sufre la enfermedad sino también el desafecto de los médicos que olvidan que ese carenciado de salud sigue siendo una persona, independientemente de los datos que figuran en su historia clínica.
Esa indiferencia hacia el individuo como persona humana no se da exclusivamente entre médicos. Recuerdo que a los estudiantes de abogacía muchos profesores les señalaban que para no desgastarse demasiado no debían sentir como propios los pleitos ajenos. Nunca compartí ese criterio y el cuidado y amor propio que puse en cada uno de ellos me llevaron a posiciones exitosas. Porque tanto los médicos como los abogados tienen algo en común: al hombre en crisis. La salud, la libertad, el patrimonio y el honor son factores harto significativos para su titular, de modo tal que el riesgo de pérdida de alguno de ellos implica la inseguridad, la desazón y la amargura, por parte de quien lo sufre y de su entorno familiar y amistoso.
El descuido de estos principios trae aparejado situaciones injustas sobre todo por la mayor sensibilidad del paciente. Cada minuto de espera en antesala de un consultorio, cada suspenso inútil que genere falsas expectativas, cada acto de incomunicación en el diálogo, se convierte en arbitrarias agresiones hacia quien no se encuentra en su plenitud física y psicológica. Es que el paciente es un doliente y olvidarlo por pérdida de vocación, o desorientación del profesional es un agravio que debemos aprender a definir. Salvo que quienes juraron al asumir su rol de trabajar en bien del hombre lo hayan hecho bajo la vieja fórmula griega de: la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa. Pero ese no es el gran teorema de la vida, es apenas el teorema de Pitágoras.
Carlos Besanson
Publicado en el Diario del Viajero n° 390, del 19 de octubre de 1994 |