Tenía 21 años cuando me recibí
de abogado en la Universidad de Buenos Aires. En ese
entonces recién a los 22 años se alcanzaba la mayoría
de edad, por lo tanto durante varios meses actué
como letrado pero sin tener facultades como mandatario,
es decir apoderado, pues sino tendría que haber realizado
un trámite judicial para lograr lo que en ese entonces
se denominaba emancipación y por ende adquirir
la facultad de ser representante de mi cliente.
Por esa época aún no votaban
las mujeres, y los jóvenes varones debían empadronarse
a los 18 años para poder cumplir con la ley del servicio
militar obligatorio.
En teoría a partir de esos 18
años el joven debía concurrir a las mesas de votación
cuando se daba una elección política. Digo en teoría
por cuanto quienes cumplían el servicio militar
no podían votar porque la denominada libreta de enrolamiento
quedaba en poder de la autoridad militar durante
todo el tiempo del servicio. Es decir que, por distintas
circunstancias, en la práctica muy pocos jóvenes de
esa edad podían votar.
Desde tiempo inmemorial, todos
los dirigentes políticos, cualquiera fuesen los partidos
o sectores en donde actuaron, han buscado la captación
de los jóvenes para integrarlos en una militancia activa
bajo la promesa de una carrera difícil pero exitosa.
No siempre era leal el juego
de palabras que envolvía seductoramente a esos iniciados;
más aún nunca eran auténticamente esclarecedoras las
propuestas de acción, pues los hechos que emergían de
ellas implicaban la negación de los ideales y banderas
que se izaban verbalmente.
Por ello varias generaciones
de jóvenes se perdieron en luchas callejeras o en libretos
burocráticos. La frustración y el desengaño afectaron
durante décadas y generaron amargura y desconfianza
en todos los partícipes de ese falso accionar.
En momentos en que se señala
estadísticamente que se ha incrementado el abandono
prematuro escolar por parte de los adolescentes, con
lo que ello representa como repercusión cultural y laboral,
el proyecto actual de disminuir la edad para que los
jóvenes puedan votar a los 16 años no tiene suficiente
fundamento.
La defensa de la República
y de la Democracia no se fortalece enviando prematuramente
gente a las urnas, sino desarrollando una mayor responsabilidad
solidaria en la ciudadanía. Nos hacen falta más buenos
ejemplos cotidianos que asuman sus distintos roles con
ética y eficiencia.
El crecimiento de un pueblo
se formaliza a través de una enseñanza permanente que
potencia a sus integrantes con la acumulación de experiencias.
No es achicando la edad de los
votantes que vamos a tener mejores resultados político-económicos.
No demos nuevas oportunidades para aquellos que no tienen
remordimiento en engañar a los adolescentes. Aún subsiste
el recuerdo de los muertos y heridos que todos hemos
sufrido, que cayeron defendiendo hermosas banderas,
pero inauténticas, que enarbolaron falaces líderes.
Existen quienes quieren bajar
la edad para responder a infracciones del código penal
y consideran que como contrapartida debe acortarse también
la edad de los votantes. Este concepto condicionante
no tiene fundamento suficiente pues una cosa es la responsabilidad
personal penal y otra distinta la cultura política ciudadana.
Debemos aprender a crecer asumiendo cada uno de nuestros
roles en sus distintas etapas.
Carlos Besanson
|