Mi relación con los niños es uno de esos afectos no correspondidos. Ellos tienen buena onda conmigo, pero yo no siento especial predilección por los locos bajitos. Sencillamente ellos me tratan de un modo especial, no sé bien por qué, y yo los respeto como sujetos completos. He intentado descifrar las causas de esa buena disposición y no se me ocurre otra cosa que pensar que se debe a que los trato de un modo directo, como a otros adultos sin demasiadas vueltas. No los niñifico.
Cuando reviso todas las cosas que pretendieron enseñarme en la facu al respecto, me doy cuenta de que me sirvió de poco, salvo para abandonar ficciones ociosas. Al final terminé por tirar todo al cesto de las teorías inconducentes, junto con presuntos traumas inconscientes, dibujitos, plastilina, o jueguitos interpretados. Y me fue bien, que quiere que le diga.
No estoy seguro de que siempre resuelvo igual de bien todos los problemas que me traen los padres, pero puedo garantizar que así la pasamos bárbaro en las entrevistas y entramos en esa rápida y relajada complicidad que facilita las cosas. Al menos tengo claro que cuanto menos psicólogo es mejor para los chicos. Me resulta detestable convertirlos en “carne de consultorio”, pues sé que los hace sentirse diferentes y deficitarios en algún sentido.
No hay duda de que en los casos especiales en que han sido victimas de alguna forma de abuso o maltrato se debe seguir un curso cuidadoso pero, en términos generales, lo mejor es charlar un rato con ellos —más que nada como una cuestión de respeto, por aquello de que está mal hablar de las personas a sus espaldas y sin conocerlas—, y dejarlos en paz. O sea, finiquito el asunto y me mando a orientar a los adultos que lo atienden.
Importa poco si quien pasa la mayor parte de su tiempo con él es su madre, su abuelo, la empleada, o el gato (bueno, el gato no; parece que a los gatos no les interesan las teorías psicológicas). Lo que interesa es promover adecuadas habilidades y destrezas para generar un entorno adecuado en las personas interesadas en ayudarlos, algo que rinde muy por encima de la hora semanal con el psicólogo. En cuanto a los más grandecitos, creo que es preferible pasarlos a la categoría de adultos y tratarlos como tales. Eso lo agradecen.
Con los que vienen empujados por maestras que se creen en la obligación de inquietarse por lo que les dijeron que eso era psicología en la escuela de maestros, luego de un breve interrogatorio a los padres sobre puntos delicados, me basta con emitir una nota señalando que “se encuentra en evaluación”. Al parecer se “curan” mágicamente. Desde chicos calladitos hasta supuestos problemas de conducta, o ese invento de onda de porfiar que todo chico inquieto es víctima del famoso “síndrome de Atención Dispersa por Hiperactividad”, y negocios afines.
Y para los casos especiales de problemas infantiles de verdad, prefiero guiarme por los criterios emergente del enfoque de la Psicología Clínica Basada en la Evidencia. Este es un planteo que requiere que se aplique procedimientos bien fundamentados, y adopta sólo aquellos recursos que han sido garantizados por investigaciones rigurosas de diferente tipo: al menos una epidemiológica (frecuencia, prevalencia, incidencia, y cosas por el estilo), y otra experimental con grupos comparativos.
A modo de ejemplo de esta tendencia puedo mencionar un estudio clínico controlado que estoy realizando en la actualidad, y que considero relevante porque afecta bastantes pibes desde siempre. Ahí va…
Mojar la cama más allá de cierta edad, a partir de los tres o cuatro años, es una de esas cosas con potencial para arruinarle a uno esa felicidad a la que o deberíamos tener de entrada como un derecho irrenunciable.
La teoría tradicional insiste en que se trata de “un problema emocional”. Lo cual no es tan errado: hacerse pis en la cama produce una serie de consecuencias emocionales muy desagradables, aunque nunca fue demostrado que la causa fuera algún problema emocional, salvo excepciones evidentes. Como sea, se justifica hacer algo para que deje de ocurrirles, máxime si vemos que mejoran notablemente en otras cosas cuando eso deja de jorobarles.
Pues bien, hay soluciones, y desde hace años: un entrenamiento de unas pocas semanas, monitoreado por los padres, (o quien le toque, y liberamos al gato de la responsabilidad) o autoadministrado por los más grandecitos. No les cuento ahora los detalle porque se me hace demasiado largo aquí —Bueno, si me lo piden bien, se los prometo para otra—.
Por el momento puedo adelantarles que los resultados son prometedores, sin efectos colaterales, y con un porcentaje de fracasos que pueden ser fácilmente explicados.
Vaya uno a saber porqué este recurso no se ha generalizado, siendo tan fácil de aplicar. Posiblemente será porque va en contra de la idea de que resolver el “problema emocional subyacente” demanda un periodo prolongado de sesiones de (otra vez) dibujito-plastilina-jueguitos-interpretación, o porque a los laboratorios les viene bien inducir a los pediatras a prescribir durante más de un año fármacos carísimos de dudosa eficacia.
Valga como ilustración que puede servir para exponer el rumbo que debiera irse imponiendo si buscamos una eficiencia aceptable en incrementar el bienestar de los pendex, en éste y otros aspectos. De paso, realza las ventajas de mantenerlos un poco alejados de los psicólogos. En especial de aquellos que continúan sin querer actualizarse y le siguen dando a los dibujitos, la plastilina y/o los jueguitos, como si sirviera para algo.
Que no tienen nada de malo, pero mejor dejarlos para divertirse en casa.
(*)Colaboración: Aldo Birgier. Psicólogo, Salud Pública. MA en Psicología Médica. E-mail: [email protected]
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