El Luna Park tomó prestado el típico ole futbolero para honrarlo. Eran noches en las que en Corrientes y Bouchard el boxeo se transformaba en el octavo arte por obra y gracia de Nicolino Locche, uno de los últimos grandes ídolos de este deporte. El maldito cigarrillo le ganó la batalla más importante y se lo llevó a los 66 años en su Mendoza natal. Su corazón dijo basta, su recuerdo seguirá vivo, porque los grandes artistas siempre permanecen presentes en la memoria colectiva.
Nicolino nació en 1939 y el boxeo fue su pasión desde chico. Participó en 127 peleas como amateur y en 136 como profesional entre 1958 y 1976. Su eterno romance con el Luna Park duró toda la década del 60 y principios de los 70, cuando peleó por los títulos argentinos y sus defensas del título mundial welter juniors.
Para llegar a ese galardón tuvo que viajar a la lejanísima Japón para enfrentarse al campeón, el haitiano Paul Takeshi Fuji, el 12 de diciembre de 1968, noche histórica en la que Nicolino brindó una exhibición en la que enloqueció a su rival con sus amagues, sus fintas y una izquierda disfrazada de látigo.
El ring se asemejó a las arenas donde un toro embravecido era humillado por el matador. Uno, la fuerza, la enjundia; el otro, el talento y la inteligencia para pegar y no dejarse castigar, para transformar un deporte eminentemente violento en un espectáculo basado en el engaño y la picardía.
Fuji no sale al décimo round y el sueño se cumple: nuevo monarca, de la mano de su amigo y entrenador, Francisco Paco Bermúdez y el siempre presente Tito Lectoure. El país se estremece por la hazaña, Mendoza delira con un hijo que pone su nombre en consideración del planeta.
«Fue la exhibición del más grande boxeador extranjero que jamás hayamos visto en un ring japonés. Un verdadero sensei», dijo un comentarista nipón sobre aquella proeza. Es que siempre fue difícil, más en aquella época, ser torazo en rodeo ajeno.
Después se suceden las defensas en Buenas Aires y la reconfirmación de la leyenda. Locche ya es el intocable en todo el planeta y los porteños se rinden ante los guiños, saludos y sonrisas que el campeón dispensa a la multitud en medio de las rounds.
Cinco noches en el Luna para defender su título y siempre el mismo resultado: vencedor por decisión de los jurados, su cara casi intacta y los rivales con ganas de pegarle a algo.
Son clásicas sus poses agazapado o girando la cintura contra las cuerdas para sentir el aire silbando junto a su rostro. Son risueñas las anécdotas que dicen que fumaba un cigarrillo o dormía una siesta minutos antes de sus combates.
En marzo de 1972 pierde su título, también por puntos, en Panamá frente a Alfonso Fraser. Tampoco puede recuperarlo un año después ante el venezolano Antonio Cervantes. El declive es evidente y su maravillosa carrera termina en Bariloche con un triunfo en 1976 ante el chileno Ricardo Molina Ortiz. Además de su inagotable magia, siempre lo acompañó el cigarillo, traidor que le envenenó el cuerpo desde los 13 años y le provocó afecciones pulmonares y problemas cardíacos desde siempre.
Murió una buena persona, un tipo sencillo, humilde, familiero. Se fue Nicolino, la muerte tocó al intocable. Algunos oles futboleros se escuchan en los cuadriláteros celestiales.
Manuel Álvarez Oliva
[email protected]
Agencia MP |