Ser amurao por una percanta, como dice el primer tango cantado, no es un enfermedad, aunque duele más que una uña encarnada que sí lo es, máxime si se te infecta. Puede que, como a su vez sugiere el bolero, te lleve a la locura —utilizo aquí el término en el sentido de sufrimiento y pérdida del control tal como se usa convencionalmente— pero, como no es loco el que quiere sino el que puede, zafamos con el tiempo. Vale, por lo tanto, extremar la precaución en el uso del término “enfermedad”.
Tengo buenas razones para no admitir que exista una cosa que pueda denominarse “enfermedad mental”. Thomas Szas lo dejó re-claro hace años, en un libro precisamente llamado “El mito de la enfermedad mental”. Aunque puede desconcertar tanto al público en general como a los profesionales, persuadidos desde siempre que se trata de una entidad demostrada, hay sólidos argumentos y variadas pruebas al respecto como para descartarlo como una ficción más.
En mi práctica cotidiana las personas normales y saludables que vienen a plantear problemas normales y personas normales que enfrentan condiciones excepcionales constituyen el grueso de las consultas. Los casos anormales (en el sentido, aquí sí, de enfermedad) son menos y, cuando los detecto, tiendo a manejarlos en colaboración con otros especialistas. Como sea, todos requieren de apoyo, orientación, asesoramiento o lo que convenga.
La persistencia del concepto de enfermedad mental tiene sus orígenes en que las primeras sistematizaciones surgieron del ejercicio de la medicina, en especial de la psiquiatría. Llama la atención que los “teóricos” que ponen cara de asco cuando hablan de un supuesto “modelo médico hegemónico”, sean los mismos que luego salen con la boca llena de expresiones propias de la medicina. El modelo médico es un enfoque perfectamente pertinente en el ámbito correspondiente pero fuera de éste, sus términos tienen un valor meramente metafórico, o sea ilustrativo y con fines didácticos,
Cuando se habla de “enfermedad social” o “sociedad enferma”, o “economía enferma”, se trata de un “como si”. Las sociedades no se enferman, pero sus contradicciones y sus desigualdades llevan a sus miembros a enfermarse. Que una sociedad puede ser enfermante es algo que la medicina actual reconoce al considerar que muchas patologías tienen raíces en condiciones socioeconómicas y antropológicas, o que el estrés personal puede disparar o agravar la mayoría de las enfermedades.
No restringir la analogía puede conducir a proferir exabruptos tales como que una maquina está “enferma” simplemente porque no funciona como nos parece que debiera funcionar. Un disparate, que quiere que le diga…
En cambio tiene sentido usar la expresión “salud mental” (insistimos en el sentido metafórico) para referirnos a las condiciones adecuadas de desempeño personal y relaciones satisfactorias con nuestro entorno.
El uso inadecuado de una analogía no implicaría mayor problema si no fuera porque algunos colegas tienen la fea costumbre de encajar a todos los consultantes en algún casillero psicopatológico. Esa forma perversa de poner cartelitos en la frente a las personas apenas llega a insulto malicioso cuando nos las queremos dar de cultos y refinados. Así es como nadie se escapa de ocupar un lugarcito en el listado del DSM-IV (un código convencional, algo así como la Biblia de los que andan en el tema), como portadores de una que otra etiqueta de “obsesivo”, “neurótico”, “histérico”, “narcisista”, “paranoide”, “psicópata”, y siguen firmas…
Los psicólogos que sostenemos una orientación diferente a la dominante hoy en día en las universidades argentinas entendemos que esto nos lleva a un dilema un tanto incómodo: si no hay enfermedad, los psicólogos no curan nada. ¿Qué hacen los psicólogos clínicos entonces?
Pues eso, tratan con algo igual de importante pero que no constituye enfermedad: se enfrentan con lo que podemos llamar más propiamente problemas del vivir. O colaboran con otros profesionales de la salud en aquellas enfermedades propiamente dichas que inevitablemente implican factores de tipo social o psicológicos. Porque al fin y al cabo enfermarse es malo para la salud mental, y tener problemas psicológicos puede agravar una enfermedad “dendeveras”.
Lo cual nos permite zafar de ese odioso vicio de zamparle a la gente rótulos supuestamente médicos o a sugerir “terapias” cuando simplemente estamos ayudando a superar situaciones, conductas, modos de ver o relacionarse, de esos que producen insatisfacción, sufrimiento, o trabas a sus expectativas.
Haciendo la salvedad explícita de aquellas dolencias en las cuales hay claros componentes de tipo orgánico que son tema de las neurociencias y la psiquiatría que requieren de una evaluación especial, de poco sirve tratar a alguien (a quien se insiste en denominar “paciente” cuando en realidad es un consultante), de un modo ofensivo con enormidades que aparecen en los manuales de Psicopatología.
Sólo una minoría de sujetos padecen, por ejemplo, de una enfermedad depresiva de las de veras, mal que le pese a los traficantes de angustias y/o pastillitas, de esos que se despachan muy orondos por la tele asegurando que todos son depresivos. Después de todo es de esperar que la gente se deprima de un modo muy natural cuando le pasan cosas, o mantenga estilos de funcionamiento que debe corregir.
El consultante más frecuente suele estar tan sano como su psicólogo (incluso a veces más), y lo que necesita es que alguien le escuche, le hable, lo oriente. Lo suficientemente cuerdo como para aceptar que otros profesionales puedan prescribirle medicación, de ser conveniente. Pero eso es otro tema al cual le caeré encima cuando tengamos otra oportunidad.
Como de costumbre, ahí va el aviso de reclamos: todo consultante tiene derecho a pretender que su psicólogo se abstenga de ponerle motes y rótulos. Tienen derecho a que se deje de sugerirle “terapias”, o considerarlo “paciente”, o pretender que se lo está “curando” de algo. Y a resistirse ante la amenaza de que algo terrible le puede pasar si discute abiertamente con su “terapeuta” sobre lo que cree conveniente para su bienestar.
(*)Colaboración: Aldo Birgier. Psicólogo, Salud Pública. MA en Psicología Médica. E-mail: [email protected]
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