Los psicólogos somos chismosos vocacionales; el requisito es que no andemos contando los chismes. Una lástima mire, porque así se pierde lo más sabroso del conventilleo. Pero así es como es, qué le vamos a hacer. Parece mentira que haya que andarlo machacando cada tanto porque parece que a alguno se lo olvida o no le presta la debida atención.
La gente suele ir a visitar al psicólogo cuando no quiere bancarse desguarnecida los esperables aprietes de la vida. Simplemente vienen porque confían en aquello de que dos cabezas piensan mejor que una, y mejor que una de ellas esté fuera del agua. Y la condición para seleccionar al candidato a depositario de intimidades, ya sea cura, cantinero, manosanta, psicólogo, médico o amigo es justamente que sea capaz de mantener el pico cerrado.
Depositar la confianza en un confidente supone confiar que no sea infidente. Vea qué notable, todas esas palabras como confianza, infidencia, confidencia son derivadas del término fidenza, o sea, fe. No será por nada, digo.
Esto viene a cuento porque hace un par de semanas pasó por el consultorio una mujer del interior de la provincia que me avivó de algo que no creía que pudiera estar ocurriendo.
—Mire, cuenta usted con un profesional en su propia localidad; no es que me niegue a atenderla, pero creo que le sería más cómodo ir allá —. Quise orientarla, para un mejor uso del servicio público de salud.
—Lo que pasa don Licenciado es que si uno cuenta algo allá a la media hora se enteró todo el pueblo…
Con lo cual me obligó a leerle el reglamento: el psicólogo no puede hacer eso.
Uno debe ser prudente en este punto. Capaz que no pasara de un malentendido producto de una natural desconfianza, apenas que una imaginaria leyenda rural. Pero ocurre que se ha repetido y por más sensato que uno se pretenda el asunto obliga a mirarlo de cerca.
Cualquier adolescente sabe que si le cuenta algo a un amigo, que al otro le dé por desparramarlo es una perrada imperdonable. O casi. Esa indignación espontánea ante la infidencia informa de su naturaleza moral, y vale para todas las edades y todas las relaciones cotidianas.
En situación de consulta la recomendación de guardar absoluta reserva sobre todo lo que se dice va más allá de una cuestión puramente ética, o de prevención de un daño potencial. En nuestro caso se suma un factor de orden práctico ineludible, porque ¿quien diablos va a concurrir a contarle nada a un psicólogo jetón, bocaza, y/o estómago resfriado, y sinónimos pertinentes? El argumento más poderoso para recurrir a los servicios del susodicho se viene al piso de inmediato.
Y aquí no hace falta adherir a algún enfoque alternativo al hegemónico ni a ninguna Psicología Basada en Pruebas que valga. Todos los códigos de ética sin excepción (abogados, médicos, contadores, sacerdotes, y los que se pongan) subrayan la obligatoriedad de la confidencialidad, el secreto profesional, la reserva y la discreción.
Por supuesto que hay unas pocas circunstancias en las que es razonable considerar su fundamento y, eventualmente, su levantamiento. Por ejemplo aquellas ocasiones en las que se puede entrever riesgo para el propio sujeto o su entorno, o cuando hay un pedido de informe pericial previo, o en los casos de interconsulta con otros colegas. Igualmente, esas situaciones tienen encuadramientos perfectamente establecidos, son claramente comprensibles, y se pueden especificar a los interesados.
Puedo comentarle a otros implicados lo que opino, eso será meramente mí opinión. Pero lo que me cuentan es secreto.
Ni discutir que el secreto profesional corresponde exclusivamente a los individuos. Ni al grupo, ni a la familia, ni a la pareja, ni a los padres. Se los puede reunir para una intervención conjunta, pero primero hay que hablar con cada uno por separado, y cada quien cuenta hasta donde quiere. Y el psicólogo se queda en el molde si no tiene permiso explicito.
Cuando creo que hay algo que el otro debería saber, puedo recomendar que se deschave, e incluso proponerme como mediador para que resulte menos penoso. Fuera de eso, el individuo es el único dueño de lo que dice, no importa su edad, género, condición civil, o problemática personal.
Lamentablemente en las repetidas transgresiones que a uno le cuentan, la víctima suele simplemente borrarse de la consulta; y el falluto ni se entera. Con lo que no sólo se embroma el cliente que sigue, sino que se carga un poco a la propia profesión.
¿Que puede hacer un consultante cuando cree que su psicólogo no está respetando la privacía, no cuida la reserva debida, o simplemente es un buchón?
Lo primero es señalarle que espera de él que se calle lo que tiene que callar. También puede recurrir a la Comisión de Ética su Colegio Profesional para que tome medidas. Y si encima cree que ha sido perjudicado por la indiscreción le queda la opción de iniciar una demanda por mala praxis.
Lo lamento por lo colegas que no aprendieron que ser chismoso convencional es contrario a la profesión, y prefirieron ejercitarse esa “teoría” basada en el arte de la insinuación maliciosa que brindan nuestras atrasadas facultades de psicología.
Volviendo a los derechos del consultante que vengo promoviendo: tiene usted derecho a exigir de su psicólogo la más absoluta reserva de todo lo que llegue a enterarse y que usted no consienta en revelar. En caso de que no se respete este derecho, es su opción hacer valer el escarmiento.
Y si el aludido es incapaz de mantener el pico cerrado, pues que se busque otra profesión...
(*)Colaboración: Aldo Birgier. Psicólogo, Salud Pública. MA en Psicología Médica. E-mail: [email protected] |