Personalmente considero poco relevante a qué “teoría” adhiere un psicólogo (las comillas son intencionales). Algo que puede sorprender a aquellos que me conocen y saben que no creo en el psicoanálisis, por ejemplo, y que sostengo algunas opiniones un tanto ásperas respecto de otros esquemas similares.
Es que de entrada he llegado a la conclusión de que lo que importa es que el susodicho profesional sea, por sobre todo, una buena persona. Con un poco de esfuerzo y honestidad intelectual se consigue una formación técnica sólida, lo que ayuda bastante. Pero la condición inicial de ser un buen tipo/a sigue siendo prioritaria.
Por buena persona entiendo alguien que se calienta por los demás y, cuando es psicólogo, deja para segundo puesto en el ranking andar demostrando que “su” punto de vista o el de sus maestros es el mejor.
Lo cual no es poco pedir en una especialidad que apunta a la superación del sufrimiento y la mejora en el bienestar de quienes lo buscan. Que, justamente, para eso lo buscan a uno. Y para eso pagan, vengan los morlacos de manos de la secretaria del consultorio, de la orden de la mutual, o simplemente de un sueldo en alguna institución.
Ni qué decir si el consultado pertenece al servicio público de salud o a cualquier organismo del Estado de esos que dicen estar al servicio de la población. El juego en este caso es más o menos así: “yo pago los impuestos, vos me atendés (o al menos me buscas alguna alternativa para que alguien lo haga), y entre IVA y venía, te doy de comer”. No se entiende muy bien porqué a veces hay que recordarle a algunos una obviedad tal, vea, pero así es la cosa.
Volviendo al punto de arranque, me he encontrado con este tipo de buenas personas entre mis colegas que practican diferentes enfoques, y los resultados son de notar. Digamos que es una condición necesaria aunque no suficiente, pero que rinde lo suyo.
Todo este asunto viene a cuento para encarar un tabú demasiado extendido entre los “psi”, una de esas cosas de la práctica profesional que aparecen como verdades reveladas, demostradas e “indudables” cuando en realidad no superan la categoría de prejuicios e incluso leyendas urbanas, rurales y semi-rurales.
Mas concretamente, me estoy refiriendo a la idea de que a un psicólogo no le está permitido asumir una actitud amistosa, más allá de cierta calidez artificial. Complementario a eso de la “contaminación” –que supone que no se puede atender a nadie con quien se tenga algún tipo de relación personal o laboral previa-- pero a la inversa, asume sin fundamento que terminar haciéndose amigote de personas que uno conoció porque alguna vez vinieron a buscar ayuda profesional es incorrecto o inconveniente.
Cierto, a los amigos uno los elige, y hasta los aguanta. Y el único criterio es el del afecto, que surge quién sabe donde (y nada de supuestas y oscuras motivaciones inconscientes). Como canta el “Nano”, mis amigos son unos atorrantes; y fallutos o de fierro; y serios o jodones; y burros o cultivados; y decentes o peligrosos; y como sean. Porque lo que importa es que uno los quiere. Y punto.
Claro, hay límites. Porque hay cada tránfuga amistoso, mire…
Condición: asegurarse de no abusar de eso de la “relación bilateral asimétrica”. Pero tampoco es para exagerar tanto. Que arriba y abajo son conceptos relativos y volubles.
No, no estamos obligados a ser amigos de todos los que vienen, pero es bueno tener presente que muchas personas concurren porque no tienen amigos, o no le parece adecuado contarles ciertas cosas, en caso de tenerlo.
El mito presupone que sentir simpatía (y obrar en consecuencia) por la gente que nos cae simpática es una falta, si no ética, al menos técnica. Debo vivir en pecado entonces, porque uno de los motivos más estimulantes de mi tarea es poder interactuar con la gente como lo hace la gente, y de paso serles útiles. Incluso si hace falta decirle cosas duras a un conocido que uno aprecia, o a un amigo que está metiendo la pata.
Un complemento adosado al mito anterior es la suposición nunca demostrada de que es contrario a la práctica profesional que éste cuente cosas de su propia vida. O utilice situaciones por las que puede haber pasado para ilustrar, por ejemplo, el modo adecuado o no de reaccionar en una situación. O que responda con franqueza a preguntas de tipo personal que no joden a nadie. Ni se le ocurra de admitir alguna debilidad, charlar simplemente con un poco de humor, contar chistes, o dar a entender que somos seres humanos como cualquier otro mortal.
Lo que hacemos responde a la premisa de que dos cabezas piensan mejor que una, y es conveniente que una de ellas esté fuera del agua. Una confesión que puede llegar a suponer una herejía denunciable ante el Santo Oficio para “teorías” (insisto en eso de que las comillas son intencionales”) que dan por “indudablemente” probado que tal tipo de proceder implica una contravención abominable de un mandato sacrosanto. Pero en mi barrio consideran que no pasa de ser un capricho sin fundamento riguroso. O sea, se lo pasan por la faja.
No se me escapa que hay situaciones en las que debemos interactuar con personas que no nos suscitan demasiada simpatía, y reconozco que me cuesta manejar el rechazo que me producen los manipuladores, abusadores y/o violentos.
No me siento obligado a ser especialmente buena persona con este tipo de sujetos, qué quiere que le diga. Pero por lo general tiendo a acordarme de que mi negativa a atenderlos puede significar dejar inermes a las personas que los sufren si no intento tratar de que cambien sus mañas. Y trato de recordar, de paso, aquella frase de Oscar Wilde que nos advertía que “el peor de nuestro prejuicios es creer que no tenemos prejuicios”.
Puede que a veces me ponga pesado con algunas críticas a mis colegas, pero apenas descubro que se trata de buenas personas me dejo de fastidiar, y paso a expresar mi respeto por los compinches en esta tarea que son capaces de guardarse las teorías, los encuadres y las opiniones de los próceres psi en el bolsillo trasero, si eso los obliga a la crueldad distante.
Como de costumbre cierro con el consabido servicio al consumidor: Usted tiene derecho a que lo atiendan de buena onda. Usted tiene derecho a relacionarse como un ser humano más con su “terapeuta” (por tercera vez: las comillas siguen siendo intencionales), y a preguntar lo que sea sin pasarse de la raya. Usted tiene derecho a sugerirle al psicólogo que espera que sea capaz de utilizar su propia historia personal como un recurso más para ayudarle. E incluso para pasarla amigablemente bien juntos mientras lo hace.
Aunque es bueno que no se olvide quien es el que paga y quien es el que cobra; y que cuando eso termine pueden quedar siendo buenos amigos.
(*)Colaboración: Aldo Birgier. Psicólogo, Salud Pública. MA en Psicología Médica. E-mail: [email protected] |