Hace un tiempo conversaba telefónicamente con un gran amigo. Como siempre el tema político económico se introdujo en nuestra charla y nos fue derivando hacia ese infinito tablero de ajedrez de hipótesis e interpretaciones de la realidad.
En un momento dado, y quizás como escapismo, vino a mi mente la famosa fábula de La Fontaine La Cigarra y la Hormiga. Como la había aprendido a los 10 años en su idioma original, recité con la cadencia que había tomado, como parte de un proceso mnemotécnico, la parte final en que la Hormiga le reprocha a la Cigarra que hubiera cantado todo el verano sin trabajar, y que por ende ahora, al no tener de comer, debía bailar.
Escuché a través del teléfono una risita socarrona de mi amigo, que me recordó la versión argentina de la fábula. Según ella, estaban reunidas al comienzo del invierno las laboriosas Hormigas, cuando oyeron golpear la puerta del hormiguero en forma prepotente. He aquí que apareció la Cigarra vestida con un lujo extraordinario, y el mal gusto propio de los nuevos ricos, para comunicarles en forma estentórea, que se iba circunstancialmente a París en misión oficial; mientras su chofer la aguardaba al volante de un auto importado último modelo, les dijo: ¿Quieren ustedes que les realice alguna diligencia en la Ciudad Luz? Las hormigas, mezclando desagrado y bronca, quedaron en silencio hasta que una de ellas, convirtiéndose en vocera de las demás, le pidió: Si por casualidad llegás a ver a La Fontaine, decile que se vaya a la...
Esta versión vernácula, que traiciona la moraleja original del autor francés, simboliza el estado de ánimo de muchas hormiguitas argentinas que con su laboriosidad hicieron crecer a este país.
La enorme confusión que existe entre la cosa pública y la persona pública que se apropia de esa cosa, ha ido desorientando a varias generaciones de habitantes. Con el tiempo, aquel habitante dejó de ser un ciudadano y como mandante perdió su poder sobre el mandatario.
Es hora ya de romper la enmarañada trama de resoluciones, decretos y otras normativas menores, que contradicen principios constitucionales, impidiendo el desarrollo personal de todos nosotros. Porque dentro del concepto abarcativo de pueblo, se ha perdido la esencial imagen de persona.
Tenemos que recuperar como valor omnipresente el ejercicio de la ciudadanía, que de ninguna manera cesa después de cada convocatoria electoral. Si bien la Constitución aclara que el pueblo delibera a través de sus representantes, éstos no gozan de un mandato que los exime de la rendición de cuentas frente a sus electores; y menos su gestión puede violentar los principios y derechos constitucionales que hacen a la libertad del ciudadano.
Es por medio de mecanismos simples que debemos manifestar constantemente nuestro consenso o disenso. La carta de lectores en los diarios es un instrumento de una fuerza extraordinaria al alcance de todos. El libro de quejas es también la documentación de nuestra protesta ante las aberraciones administrativas y finalmente, la resistencia civil no violenta, es la censura republicana frente a la violencia pseudolegal, que nos obliga a pedir permiso para hacer lo que constitucionalmente constituye nuestro derecho, mientras no esté expresamente prohibido.
Es necesario alentar la especialización de abogados dedicados a la defensa de nuestros derechos civiles frente a la maraña normativa, caso contrario nuestras iniciativas no pasarán por esa permanente criba que es la máquina de impedir. Pero, que tales letrados no pretendan convertirse en nuevos tutores del ciudadano. Sólo así las laboriosas hormigas argentinas podremos pensar bien de La Fontaine y en la moraleja de su tradicional fábula.
Carlos Besanson
Publicado en Diario del Viajero nº 143 el 24 de enero de 1990 |