Podrá discutirse si estamos en el comienzo de una nueva era, o en los finales de una edad, pero lo evidente es que la evolución tecnológica, no implica un mayor equilibrio y ecuanimidad humana.
La sociedad organizada señala la importancia de la existencia de un estado rector, que organice y vigile las conductas de los habitantes de un país, región o zona determinada. En teoría, esos estados son administrados, en su jurisdicción, por integrantes de los llamados poderes ejecutivo, legislativo y judicial.
Sin embargo esa teoría de la división de poderes, y la composición de sus integrantes, no siempre ha sido coherente en el mundo durante la última edad: la contemporánea. Quienes fuimos testigos de las luchas internas y externas, dentro de los distintos estados y entre ellos, tuvimos la sensación de contradicciones constantes en la conducta de los gobernantes, que invocaban el concepto de salvación pública para ocupar puestos personales.
Distintas doctrinas filosóficas y políticas fueron enarboladas durante muchas generaciones, y parecería que la prueba de las pruebas, de la importancia y bienestar por la aplicación de las mismas, estaba dada por la cantidad de sangre derramada de mártires propios o enemigos ajenos.
Así pudimos observar cómo se aplicaban etiquetas para rotular ideas afines o pretensiones opuestas, para disimular la clásica e inestable forma de catalogar en: amigo o enemigo. Quienes leímos algo de geopolítica, visualizamos conceptos como centros de poder y corazón del mundo, hasta llegar a la división clásica, pero perimida, de primer, segundo y tercer mundo.
De esta manera, ya no alcanzaba a un joven estudiante conocer geografía política, sino que necesitaba observar la distribución de la miseria en el mundo, y sus diferentes regímenes de gobierno, para seguir formulándose la eterna pregunta: ¿qué está pasando? y ¿yo qué puedo hacer? Es decir, que las comunidades organizadas no pudieron garantizarnos lealmente un mínimo de calidad de vida, ni una lógica de conducta de vida.
La enseñanza escolar, que es una de las bases de la sociedad moderna, se contradice constantemente por la información sobre la descripción de situaciones, hechos y dichos, de los personajes destacados del poder y de los desconocidos hombres del delito.
Para ayudar a no entender basta la descripción de algunos episodios, que sorprenden al desprevenido habitante de cualesquiera de los tres mundos, con sus respectivos submundos:
• El caso Elián generó, en la zona de Miami, un violento accionar policial para rescatar al niño balsero. La fotografía que recorrió el mundo muestra a un hombre que actúa en nombre del derechocon la cara encapuchada, como un delincuente.
• Tiempo después, en la ciudad de Moscú, la policía enmascarada, allana un multimedio periodístico, opositor al gobierno, mediante un operativo desproporcionado.
• En un mundo, en donde la tecnología satelital permite inmiscuirse en las privacidades, existen aún piratas. Y no estoy hablando de la piratería informática sino de la vieja, y más que secular piratería náutica, de barcos que atacan a otros barcos, en ciertas zonas del Pacífico donde el novelista Emilio Salgari ubicaba a su personaje Sandokan, son hechos que sorprenden, tanto al lector informado, como al periodista relator.
Estas reflexiones no implican un planteo anárquico sino una búsqueda de coherencia en quienes deben proteger la buena conducta. Los hombres que actúan en el nombre de la ley no pueden esconder su identidad detrás de pasamontañas que semejan antifaces.
Asimismo no puede admitirse la piratería náutica organizada, sin pensar en la corrupción de aquellos que dominan los mares con su poder y su tecnología.
Parecería que el hombre de la máscara de hierro se ha multiplicado, en cada gobernante que esconde su personalidad para no evidenciar su real escala de valores.
Carlos Besanson
Publicado en el Diario del Viajero n° 681, del 17 de mayo de 2000 |
