Desde hace tiempo, tanto en el hemisferio norte como en el sur, se dictan cursos de supervivencia en ambientes hostiles o donde el ser humano no encuentra las facilidades de vida a que nos tiene acostumbrados la sociedad moderna. En estos cursos, se dan clases teóricas preparatorias, y después se realizan prácticas de supervivencia en bosques, arenales, en climas muy fríos o muy calientes, y con un mínimo de elementos de ayuda. Como parte de esa práctica, está el ejercicio de la capacidad para orientarse en sitios desconocidos y la improvisación de elementos para pedir ayuda o dar apoyo.
Esta gimnasia psíquica y física, en la cual se trabaja sobre hipótesis de riesgo variado, foguea al individuo para aceptar sin pánico los inconvenientes y neutralizarlos, total o parcialmente, en la medida de sus posibilidades. También canaliza el sentido de aventura que casi todos tenemos en forma latente, que a veces de niños lo derivábamos por el lado de los boy-scouts, o de grandes por el turismo llamado actualmente ecológico. Si Ud. me guarda el secreto, el mío me llevó entre otras cosas confesables a ser bombero voluntario o seguir cursos de resucitación de personas al estilo de los paramédicos.
En la universidad, enseñaba a los futuros periodistas cómo debían desplazarse en medio de las manifestaciones, para convivir en forma directa con las noticias con el menor riesgo físico posible. La clase se completaba con consejos vinculados a los riesgos de estampidas e incluso de tiroteos indiscriminados. Siempre pensé que el ejercicio pleno del periodismo era un tuteo permanente con el dolor y a veces con la muerte; si uno no está preparado para ello, debe limitarse a hacer crónicas sociales o de modas.
Pero la constante observación nos permite definir hoy un riesgo cotidiano, generalmente no buscado, que tiene el habitante de la ciudad dentro de su propio circuito operativo. Los peligros de accidentes de tránsito, las agresiones que puede sufrir por parte de patotas seudo deportivas, los hurtos, asaltos y otras depredaciones al patrimonio, que pueden comenzar o finalizar con lesiones al damnificado, son ejemplos cotidianos de esa difícil aventura de vivir, que no tiene nada de turismo a pesar de que estamos en tránsito por este mundo.
El ciudadano se siente desprotegido por una policía que no previene y por una justicia que no sanciona a tiempo. Y lo que no se da en el momento oportuno o necesario se convierte en anacrónico y, por ende, burla la expectativa y quita la confianza de quienes esperan que las instituciones funcionen coherentemente. No es posible que un punguista sepa con total seguridad en qué línea de colectivos y entre qué calles puede hurtar impunemente el dinero de los pasajeros; no es admisible que el ladrón profesional tenga abogados que sean hábiles gestores para canalizar debidamente el sumario de prevención; no es fácil entender que quienes ocupan funciones para luchar contra la delincuencia se olviden de cuál es su misión por pérdida de la vocación.
No hay sociedades perfectas, ni nunca las habrá. Pero la búsqueda de la perfección y el cuidar para sanar el cuerpo social, es obligación de todos nosotros. El no aceptar la mediocridad es un comienzo de cambio. El pedir reglas de juego sencillas y claras para todos es salir de la confusión. El tener una justicia que nos enorgullezca es terminar con la aventura para encontrar un fin. Lograr todo eso es obtener un estándar social que no todos los países del primer mundo han logrado aún. Que así sea dependerá de nosotros, los ciudadanos.
Carlos Besanson
Publicado en Diario del Viajero nº 220, el 17 de julio de 1991 |