El periodismo es la mejor versión de la verdad. Esta frase de cabecera es descriptiva de la función de la prensa y fue dicha por uno de los periodistas protagonistas del emblemático caso Watergate. La disciplina de la verificación de datos, la búsqueda de la verdad y la lealtad al lector también forman parte de los objetivos de quienes transmiten los hechos. Pese a estos propósitos el periodismo es condicionado por múltiples variables porque a todo poder le encanta una prensa complaciente. Más aún, a los proyectos de discursos únicos, buscando que se vea una única verdad sobre los sucesos, no les agradan las voces discordantes, por eso hay pensadores que sostienen que la ausencia de censura no es necesariamente libertad de expresión.
La nota que elegimos para esta semana recrea y recuerda nuestra opinión sobre estos temas.
E. T.
La interpretación y significado de las palabras ha sido siempre uno de los grandes problemas de la comunicación del ser humano con sus semejantes. El arte de hablar y de escribir no siempre ayuda a un mejor entendimiento, cuando quien ejerce ese arte esconde el mensaje entre vericuetos retóricos. Tengo presente de mi época de estudiante secundario cuando leíamos en literatura la corriente denominada gongorismo, en que el rebuscamiento de los giros idiomáticos permitía solamente a los iniciados participar del diálogo y la lectura.
Los oráculos de la antigüedad, que predecían el resultado de las batallas, o profetizaban sobre la ventura de quienes los consultaban, eran suficientemente ambiguos como para acertar en sus manifestaciones, cualesquiera fueran las consecuencias finales de aquello que estaba en duda. La prudencia era un factor muy importante que daba la sensación de una sabiduría encubierta.
En la época moderna, cuando los medios de comunicación actúan con rapidez sobre cada hecho que se produce, generando su difusión ecos constantes, la prudencia es una virtud no permanente en su aplicación. Así como los automóviles veloces requieren conductores más capacitados, la tendencia a correr la voz sobre cualquier hecho o dicho que se da, obliga a una cautela especial, para impedir que el mundo se convierta en un gigantesco conventillo.
El espíritu con que se dicen las cosas, el famoso animus del derecho romano, marca la importancia de la intención como elemento que configura las diferencias entre la injuria, la reprimenda o el mero juego. Muchos se olvidan de que el deseo de corregir que emplea el buen maestro tiene un meritorio objetivo, que coincide con el de la buena prensa. Por eso la jurisprudencia de nuestra Suprema Corte de Justicia de la Nación sostiene que sólo cuando hay real malicia es punible el autor de un artículo periodístico.
Pero la real malicia también puede estar en quienes hacen manifestaciones que tienden a confundir al público ciudadano, y emplean a los medios de comunicación para que acarreen información mendaz. Dicen mal para ocultar la maledicencia detrás de una cortina de humo y esperan que, de la seguidilla de aclaraciones y contradicciones, quede descolocado el rival o competidor.
El público lector o escucha debe aprender a distinguir rápidamente, dentro del fárrago de noticias, los hechos principales de aquellos que no tienen tanta importancia en sus implicancias. La indiferencia del ciudadano hacia vociferantes voceros es el mejor castigo hacia aquellos que buscan micrófono para sentirse actores a pesar de los malos libretos. Sobre el particular, reitero que la única y mejor censura es la de un público cansado de ver en forma alternativa tantas comedias, dramas y grotescos sin sentido.
Carlos Besanson
Publicado en Diario del Viajero nº 263, del 13 de mayo de 1992 |