Hace unos días nos llamó por teléfono un lector para felicitarnos por tres notas de primera plana que publicamos en 1992.
Diario del Viajero n° 260, 261, 262
Grande fue nuestra sorpresa al referirse a lo que dijimos hace tantos años. Por ello reproducimos los textos, con el deseo de saludar a quien conservó nuestras palabras redactadas en ese momento.
Elizabeth Tuma y Carlos Besanson
Tenía apenas quince años cuando caminaba solitario aquella noche por la agitada calle Corrientes. Mis padres en esos días no estaban en Buenos Aires y yo había ido a comer un rápido bocadillo en uno de los negocios de esa avenida diferente. Mis piernas se movían al ritmo de mis meditaciones, que eran propias de esa etapa de la vida. Las clásicas dudas: de dónde venimos y adónde vamos tenían la fuerza de quienes se van adentrando en lecturas en las cuales la filosofía y la teología empezaban a prevalecer. La razón de ser y de existir no estaba aún definitivamente clara en mí.
Pocos minutos después un trágico hecho de violencia política callejera me involucró pasivamente. Era una de las tantas épocas de agitación en que la persona humana tenía un valor muy relativo. El opositor a ciertas ideas se constituía en enemigo, y al enemigo era mejor verlo muerto. La falta de respeto hacia las opiniones ajenas culminaba con el desprecio de la vida de los demás. Fue así que dos bandas armadas de diferente coloratura política, pero con igual afán de dominar la calle cueste lo que costare se agredieron a tiros de vereda a vereda sin previo aviso y, teniendo como involuntarios escudos a peatones como yo que estábamos precisamente ahí, entre las balas. Dos muertos y varios heridos fue el saldo de ese dramático encontronazo. Habitualmente se dice que una persona que pasa por esas circunstancias nace de nuevo, sin embargo en ese momento opté por un enfoque algo distinto: la muerte me había alcanzado y ya no tenía porqué temerle más, estaba simplemente prestado en la vida. Ese enfoque elíptico me permitió superar todos los miedos propios de la adolescencia y los posteriores que les siguen a medida que los años se acumulan. Obtuve la ventaja psicológica que era perder el miedo a mi propia muerte.
Como el valor es, como toda virtud, una característica que requiere una constante práctica, traté de ejercitarlo metódicamente en distintas circunstancias, el hecho de ser bombero voluntario y saber primeros auxilios me permitió estar junto a situaciones críticas frente a accidentados graves. Todos los que me conocen saben que soy dador de sangre y que contemporáneamente asisto a muchas operaciones quirúrgicas, como una forma de acompañar a mis amigos.
Esta larga introducción está motivada porque observo en algunos de mis congéneres un gran miedo hacia la muerte que los puede acosar, pero una aceptación pasiva de la muerte ajena. No se puede vivir con miedos intermedios y menos aún con el miedo final. Eso impide gozar los momentos de los cuales éticamente tenemos el derecho de disfrutar, porque en realidad la felicidad o la infelicidad son instantes que nosotros podemos alargar o acortar de acuerdo con nuestra capacidad de control de situaciones o de sensaciones.
No siempre aquel que tiene miedo de enfermarse sabe cuidar su salud. No basta tener miedo de chocar para acreditar el saber manejar un vehículo. El miedo no siempre equivale a prevención eficaz, a veces cuando no es controlado adecuadamente puede llegar a obnubilar la inteligencia y el accionar. Así como el avaro equivocadamente confunde el atesorar riqueza con el empleo que la misma le puede aportar, así también hay gente que va tirando por la vida sin darle en intensidad el empleo adecuado. ¡Es el difícil arte de vivir!
Para disfrutar de la existencia se requiere conocer suficientemente los elementos que integran la vida de relación con los demás seres humanos, y con la naturaleza y su entorno. Pero además debemos respetar y velar la vida ajena como parte de nuestro destino propio del aquí y ahora. Pero el salvar el cuerpo de las contingencias externas no nos libera de proyectar nuestro espíritu adecuadamente en la familia, y en nuestro grupo de trabajo, nuestra comunidad y nuestra nación. Si no somos capaces de entender los mensajes ajenos y transmitir decorosamente los propios no perduraremos en el recuerdo de quienes nos han conocido. Tengo presente al decir esto un viejo adagio que decía:
velar se debe la vida,
de tal suerte,
que viva quede en la muerte.
C. B |