Un antiguo refrán recomienda que no se le pida al gato que vaya a buscar la crema, porque, obviamente, esa crema nunca va a llegar a destino.
La sabiduría popular expresa, de esa manera, el efecto de los intereses contrapuestos en relación a cualquier proyecto.
Así es como, por ejemplo, la Ley de Sociedades prohíbe que el Director de una sociedad anónima tenga negocios en competencia con la sociedad.
Se pide a un testigo, en un juicio que aclare si es amigo, enemigo, deudor o acreedor de alguna de las partes, y la última pregunta, la más importante de las llamadas “generales de la ley”, es si tiene algún interés en el resultado del asunto, porque, en caso de tenerlo, su declaración pasa a ser tomada con pinzas por esa sola razón.
Todo un sistema tendiente a evitar que el gato vaya por la crema, queda destruido cuando nos enfrentamos a uno de los momentos cruciales de la administración de Justicia: cuando un ciudadano se considera víctima de arbitrariedad, por parte del Tribunal, y debe acudir a la Corte Suprema de Justicia a través del Recurso Extraordinario.
Digamos que el Recurso Extraordinario es el mecanismo a través del cual se le puede dar intervención a la Corte Suprema de Justicia cuando esté en juego la validez de un tratado, de una ley, o de una autoridad, y la resolución sea contraria a la Constitución.
Todo esto surge de una de las primeras leyes nacionales, la ley 48.
Sin embargo, en el siglo XX, los propios Tribunales aceptaron otra razón para llegar a la Corte Suprema de Justicia: cuando un fallo judicial es ARBITRARIO, esto es, desconoce la prueba existente, o el razonamiento judicial para llegar a la conclusión carece de lógica, o se han cometido errores tan groseros, que lo que aparentemente es una sentencia judicial no cumple, en el fondo, con tal carácter.
El sistema legal dispone que es el propio Tribunal de la causa, el que tiene que conceder el Recurso Extraordinario, para que intervenga la Corte, o denegarlo, cuando considera que no están reunidos los requisitos legales.
Este sistema no genera mayores conflictos, cuando lo que está en juego es la validez de una norma, tal como dice la ley.
Sin embargo, cuando se trata del recurso extraordinario por arbitrariedad, se produce la paradoja de que, quien debe resolver si lo concede o no, es el propio Tribunal que dispuso aquella resolución que puede considerarse arbitraria.
O sea que se está obligando a los Jueces a que, implícitamente, reconozcan que ellos mismos, en su resolución anterior, incurrieron en una de las faltas más graves que puede cometer un Tribunal, tal como la arbitrariedad.
De allí que todo el sistema legal argentino, y la garantía judicial del debido proceso, están afectados por la idea de “mandar al gato por la crema”.
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