En los comienzos de la historia, cuando el hombre empezó a aglutinarse, buscó en los pequeños grupos una mejor defensa contra un medio hostil, además de apoyo en la solución de sus problemas vitales. El agua, los alimentos, la salud fueron motivos suficientes que justificaron una mayor convivencia grupal para contrarrestar algunas de las ausencias que llevaban al hambre y a la enfermedad. Esa unión frente a la necesidad permitió siempre que algunos de los integrantes de esas pequeñas comunidades se destacaran por su arrojo y valor en algunos casos, por sus conocimientos y sabiduría en otros. Así aparecieron los emergentes que crearon primitivos liderazgos y, por lo tanto, preeminencias dentro de sus sectores.
El ascendiente de esos líderes implicó otras facultades y atribuciones, entre ellas la de hacer justicia en los conflictos del grupo e ir creando a través de los usos y costumbres ciertas normas de útil convivencia. Con los siglos las normas y funciones se fueron institucionalizando, hasta que los grandes grupos se constituyeron en países y estados.
Pero no siempre el hombre ha empleado el poder para beneficio de sus semejantes. Desde sus comienzos la lucha entre el altruismo y el egoísmo tuvo disímiles resultados. Muchas veces las reglas de juego, convertidas en normas legales, fueron dictadas y aplicadas en defensa de los componentes de la sociedad o, al contrario se dieron para brindar privilegios injustos a sectores de poder. La lucha, en ciertos casos, o la puja y tironeo en otros, fue una constante social que rompía equilibrios circunstanciales, quitando a la sociedad la paz y la justicia apetecida.
Esta larga lucha por el derecho fue perfeccionándose en sus formas por una división de facultades y atribuciones, tendiente a impedir que alguien tuviera legalmente la suma de los poderes públicos. El fraccionamiento de las funciones permitió que conceptos como democracia, representación y opinión pública reforzaran, en su aplicación moderna, instituciones que nos legaron la antigua Grecia y la vieja Roma.
Pero ya no existen ni el Ágora griega ni el Foro romano que puedan albergar a todos los ciudadanos de un país para que, en forma igualitaria, puedan expresar sus opiniones. Ni un moderno estadio deportivo alcanza para una convocatoria general. Es a través de los medios de comunicación masiva que el habitante se informa -y a su vez informa- sobre hechos que lo afectan y sobre el ejercicio de sus derechos que lo protegen. No hay democracia moderna posible sin una opinión pública vigente y operativa, fraccionada en distintas opciones, pero respetada aún en sus pequeñas manifestaciones. Las dictaduras de las mayorías, son igualmente dictaduras si afectan derechos esenciales de los individuos como componentes de una sociedad. El respeto de las minorías no invalida la capacidad de gobierno de las mayorías.
Eso es lo que hace a un gobierno republicano y representativo. Eso es lo que permite que el ciudadano no resulte un solitario dentro de un cuarto oscuro, sino un vocero de su conciencia que vive en un país proyectado hacia adelante, sin sombras del pasado.
Carlos Besanson
Publicado en Diario del Viajero nº 223, el 7 de agosto de 1991 |