Una mirada con humor del autor, sobre el tema de la institucionalidad: “cuando dos argentinos logramos ponernos de acuerdo en algo es porque ha habido un malentendido…”.
Notas en esta entrada:
- La institucionalidad en un enfoque objetivo
- La negación del orden
Una nota de Hugo Ferrari - Especial para Semanario Región
Alguien intentaba hacerme ver que entre el casamiento y el divorcio existen cantidades de alternativas intermedias. “Lo que condena al ser humano es juzgar a la vida y al futuro solo por las sensaciones de un instante”, me decía.
Hay dos cosas que quiero dejar en claro y son las que desde hace mucho vengo enarbolando a todos los vientos: La primera es que el ideal (lo que podríamos emparentar con la perfección) solo existe en los sueños y en la poesía. La segunda es que la política (que podríamos emparentar con el orden social) no es una ciencia exacta.
Estas dos razones explicarían por qué no tienen valor los fanatismos de cualquier signo y por qué resultan necesarias las miradas serenas, moderadas y objetivas. A mi modo de ver todo es relativo y quizás hasta la relatividad de la teoría de Einstein.
Dicho esto voy a ocuparme “artesanalmente” de escribir sobre “la institucionalidad”, tema tan controversial como espinoso, sobre todo en sociedades que, como la nuestra se desenvuelven entre ideas y opiniones dispares y antagónicas.
Esta característica me ha hecho afirmar alguna vez que “cuando dos argentinos logramos ponernos de acuerdo en algo es porque ha habido un malentendido…”
Vayamos al grano
Bueno. Me pregunto si un país puede vivir sin institucionalidad. Es decir si puede desarrollarse sin normas y organismos que le permitan acordar la relación entre sus miembros y armonizar sus vínculos con los demás países.
Me pregunto si una familia puede desenvolverse en armonía careciendo de normas, de jerarquías y de reglas de juego que permitan relaciones sanas y duraderas entre sus miembros y de estos con sus vecinos.
Y me respondo que no, porque el orden y la organización resultan imprescindibles tanto en los grupos mínimos como en las grandes concentraciones. Lo que sí podríamos discutir es qué tipo de institucionalidad nos conviene o nos es posible sustentar.
Y aquí es donde se encienden las controversias. Porque no se trata solo de defender el principio republicano de los tres poderes, independiente cada uno de los otros, sino además de discutir el tamaño del Estado, la naturaleza de las instituciones que de él se derivan y el comportamiento de sus dirigentes.
Y porque además interesa debatir hasta dónde los poderes públicos deben dirigir la vida de los ciudadanos y controlar sus actos.
Nadie puede negar en los regímenes totalitarios, sean de izquierda o de derecha, la existencia de instituciones, pero entiendo que lo que a nosotros y a este Semanario nos interesa es indagar en el funcionamiento institucional de los sistemas democráticos y en los riesgos de su deterioro.
Se lo mire por donde se lo mire, se tenga la ideología que se tenga, habremos de aceptar –así lo creo- que el establecimiento de normativas, métodos y pautas se hace indispensable para el ciudadano y el crecimiento de los pueblos. Si esas normativas son consensuadas mucho mejor y si tienen por basamento las leyes fundamentales de la república (Constitución Nacional) las garantían serán mayores.
Hay quienes piensan que la institucionalidad, su ejercicio y mantenimiento son tareas exclusivas de los gobiernos. Yo creo que también lo son de las personas de a pié, que más allá de sus luchas personales y de sus intereses privados debieran tener por objetivo el logro de acuerdos en favor del conjunto y en beneficio del país.
En términos generales
Podríamos decir que la institucionalidad permite aumentar la competitividad y promover el crecimiento y desarrollo económico de una nación, ya que incide directamente en las políticas públicas del país y otorga confianza al inversionista.
Pero no solo debiéramos considerar su incidencia en la economía, sino y con idéntico rigor, apreciarla en las normativas judiciales, civiles, penales, legislativas, administrativas, agrarias, electorales, del trabajo y en la orientación sin adoctrinamientos partidarios de las familias y de las juventudes.
Las instituciones bien estructuradas y desprendidas de parcialidades, regulan y satisfacen instancias primordiales de la sociedad, como son la salud, la seguridad, la alimentación, la vivienda y la educación. Todas ellas motivan al individuo a lograr metas y objetivos que le permiten socializar por senderos firmes y seguros.
Esto no significa un estado de cosas “congelado”.
Esto no niega la oportunidad de los cambios que el avance de los tiempos y las nuevas circunstancias vayan requiriendo. Por lo mismo existe la posibilidad de reformas y reacomodos no dictadas por el interés de sectores ni por el fanatismo, sino por la búsqueda del bien común.
Orden Vs. Anarquía
Pareciera ser que la institucionalidad y el anarquismo son fenómenos antagónicos y yo creo que sí, aunque sé que existen diferentes propuestas anárquicas. Pero en cualquier caso su lema más reconocido es “sin Dios, ni patria, ni amo”. Procura la ausencia de normas y de autoridad, o sea de gobierno, en aras de una libertad individual sin límites ni barreras.
Frente a esto cabe preguntar en qué instituciones confían los ácratas y si el anarquismo es resultado de una reacción contra los privilegios históricos del Estado, contra la burocracia, contra los abusos del poder, o en cambio, del liso fundamentalismo. O sea si solo resulta de la irracionalidad acompañada de violencia.
¿Alguien puede pensar que una sociedad grande o pequeña puede sustentarse sin instituciones ni jerarquías? ¿Alguien puede creer que las multitudes por sí solas y sin una autoridad que las represente pueden lograr una armonía de relación y desarrollo?
Todo indica que las normas de convivencia, a veces certeras y otras veces objetables, resultan imprescindibles a los fines del funcionamiento colectivo. Pues a esto le llamamos Institucionalidad, tan necesaria como el agua a la sed.
Hacemos bien en observar y cuestionar la eficacia de nuestras instituciones y en proponer los cambios que las actualicen según la marcha de los tiempos. Hacemos bien en discutir el tamaño del Estado y los límites de su jurisdicción en la vida y libertad de los ciudadanos.
Nada es perfecto entre nosotros. Tampoco las organizaciones que nos trazan un derrotero, porque en definitiva sus éxitos y fracasos dependerán de la moral y la capacidad de quienes las animan.
Pero negar el orden y la organización equivaldría a una regresión imperdonable.
Colaboración: Hugo Ferrari