En la observación de Hugo Ferrari
Me pidió Semanario Región que hilvanara algunas líneas sobre el general Güemes, al cumplirse el 17 de junio doscientos años de su muerte.
Trataré de ser original si aún queda espacio para la originalidad en este mundo.
En lugar de referir en detalles la historia conocida de quien con tanto empeño defendiera las fronteras del norte durante la emancipación, citaré algunas particularidades que puedan llamar la atención de los lectores.
Se tiene entendido que Güemes era hemofílico y que por recomendación médica tenía gran cuidado en las refriegas para evitar un sangrado indefinido que lo llevara a la muerte. Mitre escribió “que huía del peligro y que nunca conducía sus soldados al fuego manteniéndose constantemente lejos de los combates”.
Pero según el manco Paz, Güemes lo hacía sabiendo que cualquier herida le sería mortal y de allí su prevención de observar desde alguna distancia el desarrollo de las batallas. Esto no le hacía perder prestigio ante sus hombres quienes jamás lo supusieron carente de arrojo.
Y pese a sus cuidados no pudo eludir el destino de aquella bala que a sus 36 años le ingresó por un glúteo cuando escapaba de la emboscada realista. Y estuvo diez días agonizando mientras se desangraba como la patria misma o como el monte salteño que lo vio partir a la eternidad.
¿Estanciero gaucho…?
Pocos patriotas tuvieron tan largo nombre: Martín Miguel Juan de Mata Güemes Montero de Goyechea y la Corte. Tampoco un carácter tan rebelde y altanero que pudo ser herencia de su antepasado vasco. Ni un reconocimiento postrero tan escaso como para prescindir de un retrato inspirado en su verdadera figura.
Porque como ocurriera con Mariano Moreno, jamás nadie retrató a Güemes en persona, como modelo de sí mismo. Se lo reconstruyó tomando como base un retrato que de él conservaba Macacha, su hermana menor.
¿Qué si fue un gaucho?, diría que el término no le cabría como sustantivo aunque sí como adjetivo. La definición del gaucho típico se ajusta a la condición de pobre, de desposeído, sin más propiedades que la libertad, un caballo y con suerte un rancho. Güemes fue en cambio estanciero, dueño de haciendas y prestigio político y ganado por la idea del tener, sin descuidar el ser.
Más vale lo vislumbro como un caudillo político y social, influyente en el ánimo de los paisanos que lo seguían hasta la muerte. Pero nadie puede dudar que como a Rosas, le apasionaban las destrezas del campo, de la equitación y del arte de la guerra. Como provenía de la alta sociedad, se esmeraba en imitar las maneras y estilos de los humildes hijos de Salta y provincias vecinas, muchos de los cuales antes que soldados fueron empleados de sus fincas.
Diría que vivió casi a lo gaucho sin serlo en esencia.
Más mulas que caballos
La historia de las montoneras es romántica y fascinante. Nos gusta imaginarlas sorprendiendo a las disciplinadas fuerzas hispanas a las que atacaban en tropel sin anunciarse y de las que se esfumaban sin despedirse.
Pero no lo pensemos ni a Güemes ni a sus hombres siempre montados en briosos caballos y atropellando al galope. En medio de la espesura estrecha fue más práctica la mula que a ojos del enemigo resultaba desconcertante. Y luego estaban el talento estratégico del jefe, la eficacia de los machetes o las tacuaras, sables, fusiles y el sufrido guardamonte.
Güemes era gangoso y se esforzaba para hacerse entender, porque le faltaba la úvula o campanilla, ese pequeño músculo fusiforme que cuelga del borde inferior del paladar blando por encima de la raíz de la lengua.
Una muy buena mano
Las invasiones inglesas y la reconquista de la que participó con hidalguía le permitieron saber de la corrupción del ejército porteño. Por lo tanto volvió a Salta indignado y asqueado según relatan quienes le elogian y al cabo de luchas y otras peripecias llegó a ser el primer gobernador de la provincia.
Por supuesto tuvo detractores vernáculos durante las guerrillas internas y las de la libertad. Yo me quedaría sin embargo con la impresión de San Martín: El primer documento histórico oficial en el que se cita la palabra “gaucho” peyorativa y malsonante en aquel tiempo, es una carta que el libertador, como jefe del Ejército del Norte le enviaba en 1814 desde Tucumán a Posadas, Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
En ella expresaba que “la patria no hará camino por este lado del norte que no sea una guerra defensiva y nada más. Para ello bastan los valientes gauchos de Salta con dos escuadrones buenos de veteranos…”
Y Güemes lo hizo. Con muy escasos recursos libró una constante guerra de guerrilla, frustrando seis invasiones del ejército español, conservando el resto del territorio argentino y posibilitando que San Martín concentrara el grueso de las tropas argentinas para su estrategia de tomar Lima por el mar.
La mano que Güemes le tendió a la libertad de la patria no encontró a doscientos años de su muerte una mano similar que expresara el reconocimiento de tantas generaciones de argentinos.
Profeta en su tierra
Pero hay una excepción en este juicio. Los habitantes de Salta, orgullosos del legado histórico, siempre estuvieron agradecidos y dispuestos al homenaje. Los ponchos salteños o güemesianos, de color rojo sangre de toro, con guarda, cuello y flecos negros, son un distintivo legado por aquellos hechos gloriosos.
Hoy mismo el Regimiento de Caballería de Exploración de Montaña 5 del Ejército Argentino, instalado en la ciudad de Salta, lleva el nombre del General Güemes. Sus efectivos utilizan en desfiles y actos conmemorativos la vestimenta de aquellos gauchos Infernales (División Infernal de Gauchos de Línea) que desde Salta, Tarija y Jujuy se conjuraron para clausurarles las puertas del norte a los realistas.
Por lo menos en Salta, hay alguien que ha sido y sigue siendo profeta en su tierra.
Muchos de los que imaginan a Güemes montonereando en el norte, tal vez ignoran su histórica hazaña en Buenos Aires cuando las primeras invasiones inglesas.
“El Justine”, buque mercante, artillado con 26 piezas y ocupado por más de cien soldados, había estado disparando casi toda la tarde sobre las fuerzas de la resistencia. De pronto quedó varado en el río por una súbita bajante a unos 400 metros de las barrancas del Retiro.
Pueyrredón puso bajo el mando de Güemes a la única tropa montada de que disponía: no más de treinta gauchos armados con lanzas, boleadoras, facones, sables y algunas tercerolas.
Los nuestros descendieron la empinada barranca y se zambulleron en el brumoso río. Con sus caballos metidos en el agua hasta los ijares, se lanzaron en una carga asombrosa jamás registrada en la historia militar: el abordaje a caballo de un buque de guerra de la marina más poderosa del mundo.
La toma de “El Justine” tuvo lugar el 12 de agosto de 1806 y Güemes lo capturó.